Ciudad de México (Martes, 16-02-2016, Gaudium Press) En su primera jornada en Ciudad de México, el sábado pasado, el Papa Francisco visitó a la Virgen de Guadalupe en su santuario en las horas de la tarde.
En su homilía el Pontífice habló de la disponibilidad de la Virgen, tanto en su vida en Israel, como la que tuvo ayudando a «generar» la nación mexicana:
«María, la mujer del sí, también quiso visitar a los habitantes de estas tierras de América en la persona del indio san Juan Diego. Y así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Y así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente a aquellos que como él sienten «que no valían nada» (cf. Nican Mopohua, 55). Esta elección particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba así mismo como «mecapal, cacaxtle, cola, ala, es decir, sometido a cargo ajeno» (cf. ibíd, 55), se volvía «el embajador, muy digno de confianza»».
El día de la primera aparición de la Virgen de Guadalupe, San Juan Diego «experimenta en su propia vida lo que es la esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar, cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada -con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre- le dice: no, que él sería su embajador».
Confianza absoluta en la Madre
Esa sensación de indignidad que experimentó San Juan Diego puede ser compartida por cada uno de nosotros: «Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas y decirle: «Madre, ¿qué puedo aportar yo si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación».
El Pontífice recitó un himno litúrgico que invita a observar con confianza los ojos de la Madre María, y a contemplarla en su «casto silencio de azucenas», para de ahí obtener las fuerzas con que luchar. «Y en silencio, y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?» (cf. Nican Mopohua, 107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?» (ibíd., 119)».
«¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos», insistió finalmente el Pontífice.
Con información de Radio Vaticano
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