Redacción (Martes, 08-03-2016, Gaudium Press) Caminar por Villa de Leyva es navegar por los mares de un mundo que se creía extinto, pero que allí conserva con mucho el sabor de la vida de otrora.
Ubicada a 170 kilómetros al norte de la capital colombiana, en la cordillera oriental, la Villa de Nuestra Señora Santa María de Leyva es una joya colonial enclavada en plena zona andina, a 2.150 metros sobre el nivel del mar. Debe su nombre a quien ordenó su fundación, don Andrés Díaz Venero de Leyva, el primer presidente de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, que en 1572 vio cumplido su mandato fundacional. Díaz Venero de Leyva, habría nacido en Leiva, España, donde queda la casa solariega de su linaje. En todo caso el nombre de la villa colonial proviene del nombre de la villa española.
Los entornos de esta ciudad colombiana tienen algo de las colinas castellanas, desprovistas casi de vegetación, dicen que por acción de los colonizadores, aunque siempre es bueno dudar cuando se critica lo que nos vino de España. Surcada por tres ríos, el Sutamarchán, el Sáchica y el Cane, es también región de tierra fértil, que produce trigo, papa, cebada y maíz, además de buen número de olivares, harto productivos. Entretanto, la principal fuente de ingresos es el turismo, un turismo de lo ‘clásico’ sólo superado en Colombia por el de Cartagena de Indias.
Es un turismo atraído por las calles empedradas que no favorecen el correr sino el caminar, el ir contemplando y admirando; atraído por las construcciones centenarias de tapias de tierra pisada, bañadas en límpida cal; por los techados irregulares de originales tejas rojas arcillosas, que sienten pasar sobre ellas los fuertes soles y los serios nubarrones sin dañarse; un turismo atraído por la gigantesca y militar plaza mayor también empedrada, enmarcada de bellas edificaciones en las que destaca la iglesia parroquial, plaza que es una de las más grandes y bellas de América; un turismo encantado con las varias iglesias y edificios de comunidades religiosas que allí hacen presencia, con las bellas fachadas de casas tipo solariegas, o las más modestas pero también pulcras casas populares. Villa de Leyva ha sido celosa en guardar su estilo colonial, y no se ha cometido allí el crimen de ‘lesa civilidad’ permitiendo en su zona histórica la existencia de esos simplones y materialistas paralelepípedos, llamados ‘edificios modernos’…
Villa de Leyva ‘florece’ cuando se oculta el astro rey y llegan los claroscuros de la noche, esos que revelan y a la vez ocultan, que evidencian su belleza pero que permiten construir algo más en la imaginación para también adentrarse en el misterio.
En Villa de Leyva no domina la agitación; hay autos, pero no muchos. No hay ‘smog’. No hay claxons que lo saquen a uno de un cierto reino de ensueño, al que se puede viajar alado en construcciones de adobe que si bien no son del máximo requinte, sí tienen alma, emiten una voz que habla de un más allá dorado.
Pero hay algo en Villa de Leyva de lo que todos son beneficiarios, conscientes o insconscientes, y es una presencia sobrenatural mimosa y materna (hay muchos ángeles en Villa de Leyva), fruto seguramente de una vida religiosa rica favorecida por las órdenes allí presentes, que sumada a los encantos de la arquitectura y del paisaje, hace que el visitante parta de allí alegre y triste, y con un poderoso deseo de un pronto regreso.
Por Saúl Castiblanco
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