Redacción (Martes, 15-03-2016, Gaudium Press) Desde los primeros tiempos de la era cristiana los hombres bregaban en imaginar cómo habrá sido la figura personal de Nuestro Señor Jesucristo. Su porte, su caminar, su fisonomía, su mirada, su voz.
Lo que se tenía, y también hoy, son meras conjeturas. Incontables son las formas en que ha sido representado Jesús a lo largo de estos veinte siglos del Cristianismo. Ninguna puede considerarse la original. En aquellos tiempos no era permitido hacer cuadros o esculturas, la ley se lo impedía a los judíos por temor a la idolatría.
Los Evangelios nada nos traen sobre su figura. Todo nos viene a través del arte y de la literatura. Jesús naciendo, enseñando, curando, expulsando demonios, calmando las aguas, transfigurado, flagelado, en la Cruz, resucitado, ascendiendo a los Cielos.
Muchos videntes transmitieron lo que contemplaron. Pero, difícil es describir a quien, dotado de todas las cualidades humanas, era inconcebiblemente bello. Las multitudes iban detrás de Él, su atractivo era avasallador. El Salmo 44 lo describe como «el más hermoso de los hijos de los hombres». Estas consideraciones nos llevan a imaginar y admirar la figura Divina del Hijo de Dios hecho hombre.
El arte lo representó acentuando sea su dulzura, sus momentos de oración, en el dolor. Tantas maravillas tiene el Señor Jesús que se hace imposible reconstruir su personalidad.
Vestía como todos sus compatriotas, ajeno a la ostentación pero sin desaliño, nunca como la afectación de los fariseos. Con su túnica, obra de manos de su Santísima Madre, a la cintura una sencilla correa. Su manto adornado en los extremos con borlas como mandaba el Deuteronomio y, en sus pies, unas simples sandalias.
Dice el conocido comentarista de los Evangelios, Fillion, que «era dotado de un privilegio único: el de ser extraordinariamente santo, extraordinariamente puro, pues el Espíritu Santo mismo lo había formado en el seno de la Virgen». Otros escritores afirman su parecido con su Santísima Madre.
Sus sagradas manos son las que más los Evangelios nos presentan, si bien que no las describen. Cuando acariciaba a los niños que le presentaban, cuando distribuye el pan, manos que tocan y curan, manos que hacen un látigo para expulsar los vendedores del templo, que paran la tempestad, que lavan los pies de los apóstoles, que levantan el cáliz en la Última Cena. Manos… que acaban clavadas en la cruz.
Las multitudes se admiraban de sus palabras, «todo el pueblo le oía pendiente de sus labios» pues «jamás hombre alguno ha hablado como este hombre». Cuando Pedro trata de disuadirle de la Pasión, lo increpa: «Apártate de mí, Satanás». Al recriminar la hipocresía farisaica de «raza de víboras». Sus palabras tienen la fuerza de exhortar indicando el camino: «Quien quiera venir en pos de mí, tome su cruz y sígame». O expresan dolor al decir: «¡Jerusalén, Jerusalén!… ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo las alas, y no habéis querido!» En el Huerto de los Olivos al responder «Ego sum» (Yo soy), haciendo caer por tierra a los alguaciles. En su agonía en la Cruz responde a la súplica del ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Su voz tenía todos los timbres y tonalidades.
Sobre su sagrado rostro es de lo que los Evangelios menos nos relatan. San Agustín confesaba: «Ignoramos por completo cómo era su rostro». Mismo teniendo la reliquia de la Sábana Santa de Turín, en la que se refleja el rostro de Jesús; así como también el Velo de la Verónica, la mujer que enjugó su rostro en el camino al Calvario; se hace difícil considerar cómo era la fisonomía de Jesús.
De la mirada del Salvador tantos momentos nos relatan los evangelios. Cuando vio por primera vez a Simón: «Tú, te llamarás Cefas». Al joven rico que invitaba a seguirle: «Fijando su mirada en él, le amó». Cuando el Sermón la Montaña: «Alzando los ojos a sus discípulos decía: ‘bienaventurados…'». Al curar a quien tenía la mano paralizada en sábado: «Mirándoles con ira (a los fariseos), apenado por la dureza de su corazón». Al sentir que alguien lo había tocado, «miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho», pone sus ojos bondadosos sobre la hemorroísa, recién curada. Los vendedores que profanaban el templo huyen ante el celo ardiente que chispea de sus ojos y de su boca, «no hagáis de la casa de mi Padre una cueva de bandidos».
Eran miradas de bondad, de misericordia, tristes, dulces, hasta de santa cólera. Memorable fue al cruzarse con San Pedro que lo había traicionado, lo miró y el Príncipe de los Apóstoles comenzó a llorar de arrepentimiento; mirada que expresaba palabras de perdón. Destacadamente célebre fue, sin duda, cuando cruzó su mirada con la de su Santísima Madre en el camino del Calvario.
Forzoso nos es renunciar a la semejante dicha de tener al menos un retrato auténtico de Jesús. Solo en el Cielo nos será dado ver a Jesús cara a cara y conocer sus sagrados rasgos y su personalidad por entero. Pues, ni los Evangelios, ni los demás libros del Nuevo Testamento, ni los escritores eclesiásticos más antiguos -concluye el escritor Fillion- nos han transmitido noticias ciertas sobre este particular.
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originalmente en www.laprensagrafica.com – 15 de marzo de 2016)
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