Redacción (Lunes, 28-03-2016, Gaudium Press) Olor a pólvora, cadáveres por todo el terreno. Uno de los capellanes del ejército francés durante la Primera Guerra Mundial cuenta que, en una trinchera, doce soldados discutían cuál sería la decisión a tomar. La mayoría optaba por rendirse, pues la táctica adoptada hasta entonces, de avanzar de trinchera en trinchera hasta el campo del adversario, había traido un resultado desolador: de treinta soldados, ahora quedaban apenas una docena. Entretanto, para alcanzar el territorio alemán faltaban solamente cinco trincheras. Los más entusiasmados, pocos, querían enfrentar los tiros de las ametralladoras, incluso sabiendo que probablemente no llegarían vivos. Ante la posibilidad de ser encontrados por los enemigos y muertos en la trinchera, preferían morir en campo abierto. Después de rápida discusión, un corto silencio se hizo, a la espera de la decisión del mayor, pues el comandante de la tropa ya había perecido:
Entretanto, el superior, aterrorizado por ver la muerte tan cerca y la gran responsabilidad por la vida de aquellos soldados, se sentó sin saber qué hacer y dijo:
– Escojan un comandante entre ustedes, pues no tengo coraje de asumir tal decisión.
Sorprendidos con la respuesta, todos se volvieron para atrás y vieron un soldado que hasta aquel momento no había dado su opinión. Callado y de rodillas, rezaba el rosario. ¿Quién era él? Un seminarista, que, por ley, estaba sirviendo al ejército francés. Admirados, preguntaron su edad.
– Veintidós años – respondió.
Los demás se miraron y concluyeron que era el más joven. Por unanimidad, los soldados declararon:
– A partir de ahora, serás nuestro comandante. ¡Estamos a sus órdenes!
Levantándose, el joven soldado gritó:
– ¡Adelante! ¡Si es la voluntad de Dios, muramos como corajudos!
La decisión fue inmediatamente cumplida. Todos se lanzaron en el campo a correr, con los fusiles en las espaldas, hasta la trinchera siguiente. Colocando las mochilas en el pecho como escudo, llegaron con algunas heridas a la barricada, pero salvos. Apenas uno quedó atrás: era el mayor que, por falta de protección, murió con un tiro en el pecho y dos en la cabeza…
Recordemos que todos nuestros actos serán juzgados por Dios. Como comenta Mons. João Clá Dias, fundador de los Heraldos del Evangelio, puede ser que en determinado momento, la Providencia exija de nuestra parte un paso decisivo. ¿Qué haremos en esa hora? ¿Qué decir a aquellos que, tal vez, dependerán de nuestra actitud o de nuestra palabra? Llenos de confianza, unamos nuestras acciones a las de Nuestra Señora y pidamos que Ella actúe en nosotros. ¡Así, mucho más que salvar la propia vida, como hicieron esos soldados, estaremos conquistando la patria celestial!
Por la Hna. Juliana Montanari
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