Redacción (Viernes, 15-04-2016, Gaudium Press) Bajo cierto aspecto un mundo sin pugnacidad, lucha y combates es simplemente inconcebible. Adán fue convocado por Dios para someter la tierra y tener autoridad sobre los otros seres vivientes (Gn 1, 28) Al parecer, el orden perfecto no debía limitarse al paraíso, sino que debía ir extendiéndose hasta abarcar todo el planeta y quizá llegar a otras galaxias. Y Adán, nuestro primer padre -del que debería nacer el hombre en el que se encarnaría Dios- era el encargado de esa labor que seguramente no iba a deteriorarlo ni a agotarlo hasta la vejez, la enfermedad o la muerte, pero sí a hacerlo laborioso, recursivo y eficaz.
Dios crea a Adán en el Paraíso – Altorrelieve en la Santa Capilla, París |
Los especialistas en inmunología concuerdan en que el cuerpo humano es un silencioso campo de batalla diario en el que pugnan sin cesar nuestras defensas contra toda clase de gérmenes, virus, bacterias que atacan nuestros sistemas e intentan apoderarse de ellos hasta destruirlos o quizá mutarlos monstruosamente. Y a veces ni percibimos que estamos en una batalla. Solamente una pequeña jaqueca, un estornudo, una alergia u otra manifestación espontánea como leve fiebre, nos hacen notar que algo intenta abatirnos. La vida tiene que seguir y a falta de defensas propias tenemos que acudir a buscar refuerzos externos en la naturaleza para darle continuidad a nuestra existencia, prolongarla hasta alcanzar la eternidad. Este fue uno de los aspectos de nuestro ser que el pecado estropeó y hoy nos hace más ardua y dolorosa nuestra propia autodefensa.
Es claro que Dios nos participó de su ser, su sabiduría, su libertad, su belleza, etc. en distintos grados y proporciones para cada uno de los hombres. Si no hubiera sido así, seríamos simplemente una criatura más, un animal altamente elaborado respecto a los otros, pero animal también, tal vez construyendo nuestro hábitat como los castores y las aves lo hacen generación tras generación sin perfeccionarlos. Nos participó también de su capacidad creadora al punto que las obras de los hombres son llamadas por algunos autores espirituales las nietas de Dios. Todo esto implica una forma de lucha y pugnacidad constante que se volvió penosa y arriesgada en este planeta, al que con las guerras mortales hemos hecho -más que un maravilloso campo de laboriosa batalla florida para glorificar a Dios- un valle de lágrimas, una tenebrosa y mortal necrópolis de angustia y pánico.
Esta terrible deformación de la pugnacidad paradisiaca frecuentemente es más interior que exterior. Angustias, arideces, temores, falsas expectativas, frustraciones, desilusiones intentan abatirnos creando las condiciones para la perturbación y la acción diabólica. Entonces tenemos que luchar con los recursos que la Providencia en su misericordia infinita nos ha dado tras la caída: oración, sacramentos, ejercicios espirituales, penitencias empapadas en la sangre de Cristo, en fin, recursos para un sistema inmunológico espiritual deteriorado que necesitamos fortalecer diariamente para seguir peleando.
Por Antonio Borda
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