viernes, 22 de noviembre de 2024
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En el mundo de los niños

Redacción (Viernes, 22-04-2016, Gaudium Press) De la consola barroca con finísimas partes en caoba ensambladas artesanalmente sin clavos ni pegantes, decían que ya estaba pasada de moda.

Durante mucho tiempo ha estado ahí, en el hall de entrada al pie de un espejo que hace juego con ella y es algo así como el orgullo de la familia. Sobre ella colocaban dos veces por semana un jarrón de cristal celeste de Baviera con un aromático buqué de rosas de varios colores. Aunque bien conservada, parecía ya no combinar con otros muebles, cuadros y bibelots de la sala de recepción y de otras salas de la casa adquiridos con el paso del tiempo. Se pensaba retirarla o reemplazarla definitivamente por otro tipo de mueble, quizá un canapé, un paragüero o algo más moderno. Probablemente terminaría en el desván de la casa, cubierta de polvo en un rincón sin nada de gracia.

-Es el destino de lo que envejece o pasa de moda, explicaba mamá a su pequeña Lina de 8 añitos aquel sábado en la tarde, mientras las dos doblaban ropa sobre una cama y la colocaban en el ropero de la habitación. La niña insistía en no sacarla del lugar, porque le parecía que el jarrón y las flores debían siempre estar expuestos tan pronto se abriera el portón de entrada y la consola hacía juego maravilloso con el cristal y las flores.

-¿Quién te dijo eso?- preguntó la señora un tanto extrañada por ese tipo de observación para una niña de su edad.

-Nadie, dijo la niña alzando un poco los hombritos. Yo pienso. Mamá quedó pensativa un instante mirando al vacío.

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Salón en el Palacio real de Herrenchiemsee, Baviera

-Está bien, dijo. Veremos qué hacer. A la joven madre le vino el recuerdo de la vez aquella en que decorando la casa decidió poner la consola y el espejo en la recepción. Semanas después encontró el jarrón de cristal celeste arrumado en algún closet y lo colocó sobre un alargado paño belga de terciopelo color salmón, bordado con hilos dorados. En seguida vino la costumbre semanal de colocar siempre rosas frescas de varios colores. Mamá era una mujer bien educada y de buenos gustos que procuraba mantener intactos aunque sus hermanas y amigas la presionaban un poco para actualizarse. Y la resolución con la consola había sido el producto de varias insinuaciones. Sin embargo ahora su hijita la hacía pensar. ¿Por qué habría de ceder definitivamente?

Al poco rato pasó de largo por el hall y se devolvió a mirar el conjunto. Realmente era bonito y había en el algo de su personalidad y maneras que la reflejaban correctamente. Cambiarlo todo, casi que equivaldría a cambiar mi modo de ser y mi educación, pensó rápidamente. Los pensaré mejor, concluyó.

El domingo en la mañana, después de llegar de la misa, pidió como de costumbre a su hijita que le ayudara a poner flores frescas en el jarrón. La niña accedió con la mayor naturalidad y pusieron manos a la obra.

-No sacarás de aquí el altar, ¿verdad?, dijo la niña.

-¿Cuál altar?, preguntó mamá intrigada. -Pues este, respondió firmemente la niña señalando la mesa. Tengo mis santos de la Primera Comunión puestos ahí. Y levantando el paño hizo ver varias estampas de algunos santos que ella mantenía discretamente colocados. Mamita sonrió conmovida. -No tocaremos tu altar para nada. Puedes estar tranquila, dijo la señora acariciando la cabecita inocente de su hija.

-¿Quién te dijo que lo hicieras?

Linita lo pensó un poco y dijo: No sé. Pero después de la Primera Comunión quería en casa un altar como el de la iglesia. Al instante mamá recordó el pequeño oratorio de la casa de sus padres y algunas de las promesas que había hecho en su primera comunión. Se le humedecieron los ojos.

Por Antonio Borda

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