Redacción (Jueves, 12-05-2016, Gaudium Press) El pecado de Mademoiselle Louise de la Valliére, amante escandalosamente pública del rey Luis XIV de Francia y dama de honor de la reina, era que aquella lamentaba esa situación incluso con lágrimas pero no hacía nada por evitarlo. Sin embargo pecar así, no es lo mismo que pecar justificándose a sí mismo, incluso a veces orgullosamente.
Sabido es que al final la De la Valliére terminó intentando fugarse de la Corte para ir a un convento, pero el rey la mandó sacar de allá. Al poco tiempo, como el rey ya andaba cortejando a la Montespan, Louise de 26 años de edad aprovechó la oportunidad y se fue finalmente a un convento de carmelitas descalzas de clausura profesando como religiosa. Invitó a la ceremonia a la reina y públicamente de rodillas le pidió perdón. Fue monja durante 36 años y es conocido que hacía en el convento tales penitencias que dejaba aterradas y metían miedo en las otras monjas. Una mujer que no esté verdaderamente arrepentida muy probablemente no haría todo lo que hizo esta aristocrática y hermosa pecadora para conseguir el perdón de Dios.
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Quizá se pueda pensar que Dios no exige tanto para demostrar nuestro arrepentimiento. La De la Valiere incluso escribió unas conmovedoras y muy piadosas «Reflexiones sobre la Misericordia Divina». Había dejado en el mundo dos hijos habidos con el rey y un buen patrimonio, parte del cual fue su dote para el convento.
Pero siguiéndole el rastro se percibe que realmente estaba arrepentida, que sentía dolor por su pecado y esto incluso antes de hacerse monja. Podría decirse que pecaba compungida y con plena consciencia de que lo que hacía estaba mal y le dolía en el alma. Solamente el Paráclito, conocedor profundo de los pensamientos y de las intenciones del corazón humano, sabrá juzgar exactamente lo que sucedió con esta pecadora. Sin embargo lo que sí se podría afirmar es que ella no cometió un pecado contra el Espíritu Santo, que según las propias palabras de Jesús, no tiene perdón. (Mc 3,29; Cf. Mt 12:32; Lc 12:10).
Y no tiene perdón, no porque Dios no quiera perdonar, sino simplemente porque el pecador no quiere arrepentirse, no reconoce su pecado, no acepta que faltó a su Creador y Redentor.
San Juan Pablo II ha explicado todo esto muy bien en su bellísima encíclica «Dominun et Vivificantem», que para estos días de conmemoración de Pentecostés sería bueno leer con atención y pedirle precisamente al Divino Espíritu Santo que nos ayude a asimilarla con fe amorosa. Pues es de temer que un pecador obstinado no aceptaría incluso que Dios se le apareciese y le dijese que a pesar de todo lo va a perdonar. La respuesta de un tal a esa misericordia muy probablemente sería: ¿Perdonar? ¿Perdonar qué? ¡Nada de lo que se me acusa es pecado! Es más, no existe el pecado… Y se apartaría rabiando de Nuestro Señor para lanzarse ya en la impenitencia final.
Por Antonio Borda
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