Redacción (Jueves, 09-06-2016, Gaudium Press) – En todos los lugares por donde pasaba, San Antonio de Padua era el flagelo de los herejes, en virtud del maravilloso don que poseía de refutar sus objeciones y desenmascarar sus calumnias contra la Fe Católica.
Encontrándose él cierto día en Toulouse (Francia) para combatir los errores de los enemigos de la Santa Iglesia, se vio en lucha contra uno de los más tenaces albigenses. La larga discusión acabó recayendo sobre el tema del augusto Sacramento de la Eucaristía. Después de grandes dificultades, el defensor del error quedó reducido al silencio. Por último, derrotado, pero no convertido, él recurrió a un argumento extremo, desafiando al Santo:
– Dejemos de palabras y vamos a los hechos. Si, por algún milagro, podéis probar delante de todo el pueblo que el cuerpo de Cristo está de hecho presente en la Hostia consagrada, yo abjuro la herejía y me someto al yugo de la Fe.
– Acepto el desafío – replicó luego San Antonio, lleno de confianza en la omnipotencia y en la misericordia del Divino Maestro.
– Es, pues, lo que propongo: tengo en mi casa una mula; después de dejarla cerrada durante tres días sin cualquier alimento, yo la traeré para esta plaza. Entonces, en presencia de todos, ofreceré a ella una abundante cantidad de avena para comer. Y vosotros le presentareis eso que dices ser el cuerpo de Jesucristo. Si el animal hambriento abandona la comida a fin de correr para ese Dios que, según vuestra doctrina, debe ser adorado por todas las criaturas, yo creeré de todo corazón en la enseñanza de la Iglesia Católica.
* * *
En el día marcado, acudió gente de todas partes, llenando la plaza donde se realizaría la gran prueba. Católicos y herejes, todos estaban en una expectativa fácil de imaginar. Cerca de allí, en una capilla, Fray Antonio celebraba la Santa Misa con un fervor angelical.
Llega entonces el albigense, estirando su mula, mientras una comparsa trae el alimento preferido del animal. Una multitud de herejes lo escolta, presagiando su victoria.
En ese momento, sale de la capilla San Antonio, teniendo en las manos el ciborio con el Santísimo Sacramento. Se hace un profundo silencio. Dirigiéndose a la mula, él grita con fuerte voz:
– En nombre y por el poder de tu Creador, el cual, a pesar de mi indignidad, aquí seguro realmente presente en mis manos, yo te ordeno, pobre animal: ven sin demora inclinarte con humildad delante de Él. ¡Deben los herejes reconocer que toda criatura presta sumisión a Jesucristo, Dios Creador, que el padre católico tiene la honra de hacer descender sobre el altar!
Al mismo tiempo, el albigense pone el monte de avena debajo de la boca de la mula hambrienta, incitándola a comer.
¡Oh, prodigio! Sin prestar cualquier atención en el alimento que le es ofrecido, no escuchando sino la voz de Fray Antonio, el animal se inclina al oír el nombre de Jesucristo y después se postra de rodillas delante del Sacramento de Vida, como para adorarlo.
A la vista de esto, los católicos explotan en manifestaciones de entusiasmo, mientras los albigenses quedan aplastados de estupor y confusión.
El dueño de la mula, sin embargo, manteniendo la palabra de honra dada a San Antonio, abjura la herejía y se torna un fiel hijo de la Iglesia.
(Fuente: P. Eugéne Couet, Miracles Historiques du Saint Sacrément, 3ª ed., pp. 170-172)
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