Redacción (Miércoles, 15-06-2016, Gaudium Press) La siguiente es una reconstrucción histórica del descubrimiento de la imagen de nuestra Señora de los Remedios patrona de la ciudad de Cali, basada en los documentos y testimonios verídicos que al respecto de este magnífico hecho se conservan.
A pocos años de celebrarse el centenario del descubrimiento de América, en el corazón del Virreinato de la Nueva Granada (en lo que hoy es el Valle del Cauca, Colombia) se encontraba en su habitación el sacerdote mercedario Fray Miguel Soto rezando las últimas oraciones del día antes de irse a dormir, cuando alguien tocó a la puerta. Con la presteza de un verdadero misionero se apresura a abrir preguntándose quién requeriría su ayuda en horario tan tardío: era un indio de su encomienda que se acercaba por primera vez, venido de las agrestes montañas del Valle del Cauca. El misionero lo recibió con agrado y bendijo al buen hombre.
Nuestra Señora de los Remedios |
En determinado momento la mirada admirativa del nativo se posa sobre una pequeña imagen suspendida en una de las paredes de la humilde habitación del sacerdote y custodiada por una vela, el sacerdote al ver su estupefacción en breves palabras y en el dialecto propio de esas tierras, le dijo que era una imagen de Santa María Madre de Dios y le explicó sucintamente ciertos puntos del Catecismo acerca de la devoción mariana. El indio visiblemente admirado hizo admirar aún más al virtuoso fraile con su inocente respuesta – Padrecito, ¡qué grandiosa es pues la Madre de Dios! Por sus virtudes la escogió el mismo Dios como instrumento para la venida de Jesús al mundo, pero permítame decirle que nosotros tenemos en el corazón de las montañas, dentro de las rocas una imagen más bonita que esa.
Fray Miguel sorprendido con la afirmación del indio, lo invitó para que al día siguiente lo llevara hasta el lugar en donde se encontraba tal maravilla.
De hecho a Fray Miguel y a los otros sacerdotes que lo habían precedido en la misión, se les hacía extraño la facilidad con que los indígenas aceptaban la devoción a la Santísima Virgen, atribuyendo esto a una gracia especial de la Madre de Dios para la evangelización de estas tierras.
Las arduas labores de evangelización de ese tiempo habían ya conseguido extender la Fe católica en buena parte del Virreinato, pero aún quedaban vastas zonas inexploradas que por la rudeza de su geografía no habían permitido que hasta allá llegaran las bendiciones de la Santa Iglesia Católica y el mensaje de salvación de nuestro Señor Jesucristo que portaban los santos misioneros, entre estas tierras inexploradas se encontraban los territorios indígenas de Anchincayá, Cavá y Micó de donde este indio era natural.
El intrincado camino rumbo al cacicazgo y la pequeña discapacidad del padre (pues era cojo) hicieron con que se extendiera el trayecto por varios días, durante los cuales el indio continuó su relato acerca de la misteriosa imagen. Decía él que los nativos la habían visto por vez primera cuando, atraídos en la noche por tres misteriosas luces que aparecieron de la nada, fueron guiados por ellas hasta la peña en donde se encontraba y que a partir de allí la tomaron como su señora, que cada dos días iban hasta allá y le ofrecían las frutas que habían recogido y las comidas que habían preparado para que las comiera junto con su hijo, que cuando volvían dos días después encontraban los recipientes vacíos, y que para agasajarla tocaban sus flautas, cantaban y bailaban ante Ella, y finalmente que la llamaban cariñosamente con el título de: MONTAÑERITA CIMARRONA.
Habiendo llegado el misionero a la altura de las colinas de Cavá y Micó los nativos salían a su paso sorprendidos por tan ilustre visita y se inclinaban para pedirle la bendición, él los bendecía con agrado un poco intrigado a la espera de lo que se iba a encontrar al final de su recorrido.
Muchos indígenas decidieron seguir también la piadosa peregrinación que se abría paso por la espesa selva, hombres y mujeres, niños y ancianos avanzaban curiosos, querían ver la reacción del sacerdote al llegar al tan querido lugar.
La algarabía de la gente se fue callando paulatinamente a medida subían el cerro, hasta que en cierto momento un piadoso silencio se cernió sobre la multitud, ahora eran los ángeles los que hablaban.
Al llegar al lugar, el indio le hizo una señal al padre para que entrara. Fray Miguel con mucho esfuerzo avanzó en medio de la gente hasta el umbral de la pequeña cueva y cuando levantó la mirada quedó estupefacto con lo que vio:
Una bella imagen de la Santísima Virgen perfectamente esculpida en pedernal blanco y verde con el Niño en sus brazos. Los dos miran hacia el Cielo en actitud de contemplación, el Niño descuidadamente sostiene una fruta en su mano izquierda mientras que la Virgen al parecer, le canta una linda melodía.
Por Guillermo Torres Bauer
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