Redacción (Lunes, 27-06-2016, Gaudium Press) Avisado de la venida de San Francisco, todo el pueblo lo esperaba, desde muy temprano, en las puertas de la ciudad. Muchos se habían ido, aún en la oscuridad de la noche, en la esperanza de obtener los mejores lugares y, así, quedar más próximo del santo en su paso. Algunos rezaban sus oraciones, otros hacían las más diversas promesas, deseosos de recibir la gracia de alguna convivencia con el que ya tenía fama de santidad…
– ¿Quién sabe si él mira en nuestra dirección? – exclamaban con entusiasmo algunos de los presentes.
– ¡O mejor! ¿Quién sabe conseguimos algún saludo? – comentaban otros.
De repente, entre aplausos, exclamaciones y gran alegría, San Francisco entró al pueblo. Aquellos que se encontraban más cerca se aproximaron a él para besarle el hábito, las manos y los pies, sin encontrar de parte del santo ninguna resistencia. Sin embargo, el fraile que lo acompañaba juzgó que, aceptando tales honras, San Francisco pecaba contra la virtud de la humildad. Fue tan fuerte la tentación que, finalmente, confesó sus pensamientos al santo.
– Estas personas, mi hermano, ninguna cosa hacen a la altura de la honra que deberían rendirme – le respondió San Francisco.
Al oír esa respuesta, el fraile quedó todavía más escandalizado, pues no entendió las palabras del santo. Entonces, viendo su perplejidad, San Francisco le dijo:
– Mi hermano, esta honra que me ves aceptar, no la atribuyo a mí, sino que la transfiero a Dios, pues de Él es, y me quedo en lo más profundo de mi nada. Ellos lucran con esto, pues reconocen y honran a Dios en su criatura.
Que Nuestra Señora nos conceda la gracia de nunca perder la oportunidad de glorificar a Dios a través de los modelos de virtud que la Divina Providencia coloca delante de nuestros ojos, para que, así, paso a paso, escalemos la montaña de la admiración y nos transformemos en aquellos mismos que admiramos.
Por la Hna. Maria José Vicmary Feliz Gómez
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