Redacción (Lunes, 01-08-2016, Gaudium Press) De camino, saliendo de Cesarea de Filipo hacia Galilea, Jesús comenzó a descubrir a los discípulos que Él debía ir a Jerusalén, sufrir allí muchas cosas de parte de los sacerdotes, de los escribas y de los jefes de la nación, que sería condenado a muerte, para resucitar al tercer día. Este momento supremo en la vida de Nuestro Señor Jesucristo, es considerado como el primer anuncio de la Pasión. El objetivo era quitar en el modo de pensar de sus apóstoles, influenciados por el común pensar de los judíos de ese tiempo, que el Mesías esperado instauraría un reino temporal esplendoroso. Quedaron desconcertados, una amarga decepción los abarcó.
Había nombrado su Vicario, a Pedro, con la frase de todos nosotros conocida: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»; había afirmado que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella. Pero, en el camino, les anuncia su pasión y muerte, si bien que también su pronta resurrección, al tercer día. Pero ellos, los apóstoles, tenían sus oídos embotados por la mentalidad reinante en el pueblo elegido. No comprendían un Mesías rechazado por el pueblo y los tribunales más altos del pueblo elegido; un Mesías sufridor, menos aún, que muriese clavado en una cruz.
Trasfiguración del Señor – D. Álvarez – Academia de Bellas Artes San Fernando – Madrid |
También agregaba a sus palabras lo que muchos autores califican de todo el programa de vida cristiana: aquí en la tierra, en este «valle de lágrimas», sufrimiento; en al último día, la recompensa. Esta fórmula de heroicidad, que a nadie se le ocurriría imponer en esos tiempos, todos la conocemos: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame». Un nuevo código de honra, un camino nuevo, que debió llenar de espanto el pensamiento de los que lo escuchaban. Desconcierto, sorpresa, abatimiento, depresión. La medicina para reanimarles fue entregada mediante la Transfiguración ocurrida seis días después de su manifestación como Mesías.
Fue así que, llegando por la tarde a los bordes del monte Tabor, tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los condujo a lo alto del mismo. Eran sus tres íntimos, los tres privilegiados, que serían testigos de la agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos.
En la cumbre, poniéndose en oración al Padre, mientras los tres apóstoles rendidos de cansancio, adormecían…Pedro, elegido Príncipe de los Apóstoles, el que sería el primer Vicario de Cristo, el primer Papa. Santiago, quien daría el primer testimonio con su propia sangre. Juan, al que más amaba y confidente.
Mientras oraba, sucedió el portentoso hecho de que el rostro de Jesús se transfiguró, «estaba brillante como el sol», su fisonomía se revistió de belleza inusual, con un resplandor deslumbrante. Sus vestidos se tornaron «blancos como la luz». Es decir, su figura humana tomo otra apariencia, dejando por un lado aterrados a los apóstoles y por otro encantados.
Súbitamente, entre la luminosidad que envolvía el cuerpo de Jesús, salen rumores de palabras bíblicas. Dos ilustres personajes se acercan a él, colocándose a izquierda y a derecha, y le hablan. Los apóstoles los identifican y reconocen. Al que representaba la ley, al que representaba la profecía. El más grande de los libertadores, Moisés y, en el otro, al primero de los profetas, Elías, el perseguido de los impíos, que ardía de celo por la gloria del Señor. Según San Lucas, hablaban de lo que los discípulos no comprendían, de la pasión y muerte del Señor. Estos considerados héroes de Israel, venían a rendir homenaje al fundador de la Nueva Alianza.
Sorpresa, terror. Pedro, tan expansivo e impetuoso, expresa: «Maestro, qué bien estamos aquí…hagamos tres tiendas». No sabía lo que decía..
De pronto, una nube luminosa envolvió a Jesús, y a sus dos celestiales compañeros, y una voz que salía de ella decía: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia», era la voz del Padre. Era la misma voz que habló a Moisés en el monte Sinaí, era la misma voz que en el Bautismo de Nuestro Señor se manifestó a San Juan Bautista. Se abatieron rostro en tierra como muertos.
El Señor los toca, los levanta diciéndoles, «levantaos, no temáis». Miran a su alrededor y todo ha desaparecido, no estaban ya el legislador, ni el profeta, ni la nube, ni la voz del Cielo. Sólo el Maestro, que se había transfigurado para ellos, estaba presente con su figura habitual. Pero todo quedó grabado en el espíritu de los tres elegidos del Señor. Era el eclipse de la religión mosaica, Cristo permanecía para siempre. San Juan, en las primeras líneas de su Evangelio dice: «y vimos su gloria, gloria del Unigénito del Padre».
Es un «escuchadle», que proclamaba que Jesús es el legislador soberano, que aprueba su doctrina y ordena que le obedezcan como Señor todopoderoso.
Este «escuchadle», este «oídlo», es que deseo resaltar para todos nosotros en la conmemoración del Salvador del Mundo, cuyo nombre gloriosamente lleva nuestro país, El Salvador. Como resaltaba en un sermón el Señor Nuncio Apostólico Monseñor León Kalenga: es el único país del mundo que lleva el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, El Salvador del mundo.
La escucha pide respuesta, pide seguimiento, pide identificación, pide imitación. Al decir la Voz del Padre, «en quien tengo mis complacencias», quiso invitarnos a que lo sigamos, que lo imitemos.
Consideremos que la Transfiguración del Señor alimenta nuestra Fe, también la Esperanza, y aviva en nosotros el amor de Dios.
Que todos nos compenetremos, si queremos que El Salvador sea realmente de El Salvador del Mundo, de dar nuestras espaldas a lo que nos convidan el demonio, el mundo y la carne.
La Transfiguración tuvo como punto esencial, el dar fuerza a los apóstoles para enfrentar los momentos de la Pasión del Señor. Que para nosotros, este momento festivo en la vida de nuestro país, al conmemorar las fiestas patronales del Divino Salvador del Mundo, en el momento que la imagen del Señor Transfigurado aparezca en lo alto mostrándose en el fulgor de su gloria, nos sintamos robustecidos en las virtudes de la fe, esperanza y de la caridad, para enfrentar los traumas personales o familiares, y los de nuestra convulsionada sociedad. Es mi especial deseo.
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originamente en La Prensa Gráfica, 30-VII-2016)
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