sábado, 23 de noviembre de 2024
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Una concha nacarada

Redacción (Miércoles, 24-08-2016, Gaudium Press) Dios hace los conjuntos, que son integrados por elementos diversos, pero organizados de forma armónica, jerárquica.

Por ejemplo, él creó las perlas, y determinó que fueran de ciertos tamaños. Pero de cuando en vez él se permite algo tan magnífico como la perla que acaba de ser descubierta en Filipinas, de un peso de 34 kilos, la más grande de la historia.

Perlas hay de muchos tipos, de todos los colores. Cuando un cuerpo extraño se introduce en un molusco, este comienza a recubrirlo con nácar, comúnmente de forma esférica, creando esa bella piedra usada para el solaz del hombre a lo largo de la historia.

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Foto: Simon Ska

Nácar: el nombre ya evoca el ‘pulchrum’, la belleza. Su brillo especial, sus irisaciones, dejan encantado a todo el que los contempla. El nácar es uno y es variado en sus reflejos. Cuando la madreperla toma otros colores diferentes al blanco, su exuberancia puede ser mayor, pero siempre dando nuevos y sorpresivos reflejos, dependiendo el ángulo desde donde se mire, del rayo de luz que le incida. El nácar es una bella sorpresa a todo momento.

El nácar nos invita a soñar en un mundo mejor, más perfecto. Un mundo donde por ejemplo, las estradas sean de blanco nácar, y ciertas construcciones sean recubiertas por madreperlas de diversos colores. Imaginemos que nuestras grises calles fueran de nácar: ¿no sería la vida más alegre, más suave, las personas no tendrían más energía para sus labores, las nacaradas vías no llamarían a ser más corteses en el tránsito, con los peatones, con todo hombre? Evidente que sí. Ese es el papel de la belleza: elevar el espíritu hacia un mundo más bueno, más verdadero, más dorado. Un mundo donde está más cercano Dios, y más alejado el pecado.

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Foto: Museos científicos coruñenses

No es baladí pensar en ello. Y sobre todo, no es baladí luchar porque el mundo suba hacia una civilización más perfecta. Pero todo parte de una contemplación desinteresada: el hombre egoísta construye mundos egoístas, que se terminan pareciendo al infierno; el hombre contemplativo, que sabe encontrar la ‘voz’ de Dios presente en las criaturas, particularmente las más bellas, termina construyendo mundos parecidos al cielo, donde no solo las calles son de nácar, sino los hombres son virtuosos, generosos, amables, caritativos.

La gracia de Dios constatemente nos llama a percibir su presencia y a ser dócil a su voz. Contra esa acción se opone el pecado, egoísta, apropiativo, no trascendente, no encantado. Esa es una forma de describir la lucha de todo hombre: o vence su egoísmo, o vence su deseo de trascender hasta el Creador.

Por Carlos Castro

 

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