Redacción (Martes, 06-09-2016, Gaudium Press) Decía un apreciado sacerdote argentino, que la Creación, las obras de Dios, son también Palabra de Dios.
Es claro, todo ser es participación del Ser de Dios, es vestigio de Dios, y en este sentido los seres son mensaje de Dios. Es incluso un mensaje más frecuente que el de la Palabra divina contenida en las Escrituras, porque no es a todo momento que uno puede estar leyendo las gloriosas y necesarias enseñanzas de la Biblia. Pero en cualquier circunstancia estamos en contacto con seres. Y estos seres son como una tarjeta de visita de Dios.
Foto: Eduardo Segura |
Antes, señalemos el absurdo de creer que el acaso o el azar pudieron crear los múltiples seres del universo. Si quien mira una casa enseguida piensa en su hacedor, mucho más lo debe hacer quien contempla un colibrí o una pantera: infinitamente más complicado es crear vida -más en la exuberancia en que ella existe- que construir cualquier edificación.
«¿Cuál es el mensaje de Dios en esta persona?» Es la pregunta que cabe hacerse ante la doctrina arriba expuesta cuando nos deparamos ante un ser humano. ¿Qué quiso Dios decirnos de Él al crear este ser? O mejor ¿qué me quiso decir Dios permitiéndome la contemplación de este ser?
Es claro que mientras más bello el ser, más mensaje de Dios nos trae. Y entendemos aquí «bello» no solo como agradablemente estético, sino como portando más «carga» simbólica, es decir, más bellos son aquellos que en su contemplación podemos percibir más mensaje de Dios. En ese sentido, el Crucificado en el auge de su dolor y de sus llagas era el más bello de los seres, pues evidenciaba como nunca, en ese pináculo de sufrimiento, todo el amor de un Dios que no ahorró el sacrificio máximo de su Hijo, por amor a los hombres.
El universo es todo un símbolo; en cierto sentido puede ser una liturgia.
Y como la gracia acompaña y perfecciona la naturaleza y los buenos movimientos naturales, no es infrecuente que cuando el hombre abre su corazón al simbolismo del universo, Dios envíe su gracia para facilitar este caminar, para orientarlo e incluso para mostrar por ahí riquezas suyas insospechadas.
Foto: Daniel Galleguillos |
De la contemplación de los seres se puede subir a un escalón mayor: la contemplación de los seres no creados, de mundos no creados, de universos no creados. Así, tal vez de la contemplación de una sencilla iglesita inspirada por la gracia, nacieron las maravillosas catedrales, y así todas las cosas maravillosas que existen en este mundo. De esa contemplación podrán nacer maravillas aún mayores. Dios puede inspirar esa contemplación, y lo hace con frecuencia.
Son mundos que corresponden a deseos que las almas tienen implícitos en su interior: deseos de un mundo perfecto, de una felicidad total. Esos deseos, universalmente presentes en todo hombre, no pueden ser una mentira, pues si existen en cada uno de los seres humanos tienen que haber sido puestos ahí por el Creador de los seres humanos, que es Dios. Y Dios no pudo haber puesto deseos que él no quisiera atender. Es en el fondo el deseo del Cielo, gloria prometida a todo hombre que siga el camino de Dios.
Es claro que al Cielo no se llega porque sí, sino que como dice la Escritura, «los violentos lo arrebatan», es decir, quien violenta sus malas inclinaciones, subyuga su pecado y hace triunfar en sí la virtud.
Pero, como decía Plinio Corrêa de Oliveira, con frecuencia es mejor subir que golpear, entre otras cosas porque quien sube tiene más fuerza para golpear: Quien contempla y degusta los panoramas magníficos que Dios nos tiene reservados, tendrá más fuerza en la lucha para alcanzarlos, con la gracia de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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