Redacción (Lunes, 12-09-2016, Gaudium Press) «Porque el Señor castiga a los que ama, y en los cuales tiene puesto su afecto, como lo tiene un padre en sus hijos.» (Proverbios 3,12).
Por nuestra débil humanidad es para nosotros fácil aceptar un Dios que es la Misericordia, pero en la sola consideración de su infinita misericordia a veces parecemos olvidar el resplandeciente rigor de su Justicia igualmente adorable.
¿Quién osará decir que Dios no castiga cuando sobran las evidencias en las Sagradas Escrituras de que Dios nos castiga en esta tierra dándonos la corrección como una medicina, y en la eternidad con infinito rigor a los que abusaron de su misericordia y no supieron amar la vara que les corregía en la tierra?
Creemos amar sinceramente a Dios porque es misericordioso pero no queremos aceptar que ese mismo Dios castiga, ¡y con qué rigor! ¿Será que nuestro amor es verdadero o en el fondo lo que buscamos es que Dios tolere todas nuestras miserias, sin que siquiera tengamos un propósito de enmienda?
«El Señor nos castiga como a hijos con el fin de que no seamos condenados junto con este mundo.» (1 Corintios 11,32).
Jesús expulsa los mercaderes del Templo – Catedral de Astorga, España |
¿Cuánta falta nos hace considerar y adorar la terrible majestad del Divino Juez?
Conocemos bien el tan conocido dicho: «Piensa en los novísimos, y no pecarás eternamente», pero sin embargo, ¿Que poco meditamos en nuestro juicio particular y en a los castigos eternos a los que nos vemos expuestos continuamente? Y así despreciamos una y otra vez la invitación que nos hace el Señor a la conversión.
«Porque el Señor al que ama, le castiga; y a cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota y le prueba con adversidades.» (Hebreos 12,5).
Consideremos la impactante belleza de aquel momento en que Nuestro Señor Jesucristo a través del velo de su humanidad dejó ver a los hombres un poco de su infinita majestad castigadora, cuando expulsó a los profanadores y vendedores del Templo de Jerusalén.
El Dr. Plinio Corrêa de Oliveira lleno de admiración y amor por este episodio de la vida del Salvador, cierta vez para ilustrar como debería de ser nuestra postura de alma al contemplar esto, imaginaba que en ese momento hubiese sucedido la siguiente escena: Imaginaba que uno de los hombres que eran expulsados en ese momento con esa fuerza arrolladora y empuje divino inimaginables, profundamente maravillado ante el terrible resplandor de Jesucristo con látigo en mano, se arrodillase y en un arrebato de adoración exclamase lleno de amor: ¡Señor!.
En una situación como esta podemos imaginar dos posibles actitudes de Nuestro Señor igualmente magníficas y adorables. Quizás el Salvador sobrecogido de ternura por su hijo que de rodillas exclama lleno de amor, deje un momento su látigo de lado y le responda lleno de ternura: ¡Hijo mío! Pero también podría ser que el Salvador, sin cambiar en nada esa mirada llena de Santa Ira, le ordene: ¡desnuda tus espaldas, y ahora recibe los latigazos que justamente haz merecido!
La actitud de ese hipotético hombre tanto en una condición como en otra debe ser siempre amor, agradecimiento, y una admiración total.
«Sino que os habéis olvidado ya de las palabras de consuelo, que os dirige Dios como a hijos, diciendo en la Escritura. Hijo mío, no desprecies la corrección o castigo del Señor, ni caigas de ánimo cuando te reprende». (Hebreos 12,4).
El Dr. Plinio también cierta vez explicaba que nuestro progreso espiritual es a veces a manera de como un trozo de duro mármol pasa a ser una magnífica escultura en las manos de un artista.
El Divino Artista, con su cincel y martillo golpe a golpe va dando forma a esa magnífica obra de arte que es la santificación de las almas. Así que no despreciemos el castigo y la corrección, sino más bien alegrémonos cuando recibamos esos divinos golpes, porque con estos el Señor nos va moldeando en santidad.
«El castigo y la reprensión acarrean sabiduría; pero el muchacho abandonado a sus antojos, es la confusión de su madre.» (Proverbios 29,15).
Muchas veces pedimos sabiduría, o que el Señor nos ayude a santificarnos, pero no queremos el castigo, el sufrimiento, la Cruz. El verdadero amor se prueba cuando está dispuesto al sufrimiento y el holocausto, y así lo demostró Nuestro Señor Jesucristo, muriendo por nosotros en la cruz.
«Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lucas 9:23)
¡¡Cuanto deberíamos temer el llevar una vida cómoda, sin sufrimientos, sin castigos!!
«El que escatima la vara a su hijo lo odia» (Proverbios 3:12)
Vivimos en un mundo que se ufana de su impiedad, y en que las personas sumergidas en un mar de materialismo huyen de los sufrimientos, desprecian la cruz del Salvador.
Dijo cierta vez el escritor católico colombiano, Nicolás Gómez Dávila: «El mundo moderno no será castigado, el mundo moderno es el castigo»
Si Dios se dignase purificar este mundo, nuestra reacción debería de ser por tanto de alegría, deberíamos exultar a semejanza de Noé cuando vio caer las primeras gotas del diluvio que Dios le había prometido.
No debemos engañarnos y pensar que un castigo no es posible ya que la Iglesia y la historia nos lo enseñan. Dijo cierta vez el Papa Benedicto XVI a este respecto: «Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo.» 1
Pero en la consideración de este panorama no podemos desanimar y jamás perder la confianza. Debemos tener siempre presente que ese mismo Dios que castiga por amor, nos ha dado una Madre, que mientras el fuego de la Ira Divina nos purifica está siempre a nuestro lado, dándonos fuerza, consolación y alivio.
Nunca perdamos de vista que todo sucede para el bien de los justos, y que suceda lo que suceda, su Inmaculado Corazón triunfará, como Ella lo prometió en Fátima.
Concluyamos pidiendo a María Santísima la inestimable gracia de amar a un Dios que castiga y que nos castiga, y que en el momento en que el Brazo de su Justicia caiga sobre nosotros podamos reverentes y llenos de admiración oscular su Divina Mano.
Por Santiago Vieto
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1 (Homilía de S.S. Benedicto XVI, Inauguración de la XII Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos, 5 de Octubre del 2008)
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