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Los milagros comprueban la divinidad

Redacción (Martes, 18-10-2016, Gaudium Press) Es célebre la conversación de Talleyrand con Lepaux, miembro del Directorio francés, que estaba frustrado por no conseguir adeptos para la pretendida nueva religión filantrópica que había fundado. Le dijo el famoso ministro y diplomático:

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– No me espanto con tu fracaso. Si quieres tener éxito, ve y haz milagros; cura a los enfermos, resucita muertos. En seguida déjate crucificar y resucita al tercer día. Así te garantizo que muchos te seguirán.

Luego comprendió el filósofo que cabe solamente a Dios fundar una Religión, y, para mantenerla viva, el único medio son los enviados de Él mismo que confirmen sus enseñanzas con milagros. 1

¿De qué valdría, de hecho, adornar una catedral con magníficos vitrales, si nunca incidiesen sobre ellos los rayos del Sol? No pasarían de meros pedazos de vidrio, coloridos y unidos, sin significado alguno. Lo mismo pasaría con toda la Tierra, pues el Sol es el que da brillo y vida a todas las cosas, como lo fue tan poéticamente expresado por Rostand: «Ô Soleil! Toi sans qui les choses ne seraient que ce qu’elles sont 2 – ¡Oh, Sol! Tú, sin el cual las cosas no serían sino aquello que ellas son».

«Lo que es el Sol para el mundo sensible, es Dios para el mundo espiritual: la luz de la justicia y la verdad eterna, de la más elevada hermosura y del amor infinito, de la más pura santidad y de la más perfecta felicidad»,3 enseña el padre Scheeben.

El Sol, astro de fuego, hace incidir sobre la Tierra apenas su luz y calor; sin embargo, una lupa expuesta a sus rayos es capaz de producir un incendio. Así también Dios guía los rumbos de la Historia por medio de almas fogosas, capaces de incendiar en el amor a Él, atraer, convertir, obrando milagros y prodigios. «Aquel que cree en Mí hará también las obras que Yo hago, y hará además mayores que estas» (Jo 14, 12).

¿Sería posible creer que, cuando Nuestro Señor Jesucristo subía a los Cielos, «Aquella Alma infinitamente noble y grande, que abarcaba el Cielo y la Tierra […], aquella Alma que es el Sol divino de nuestras almas, la propia alma de nuestras almas»,4 consentiría en dejar de convivir con nosotros? Más que nunca, vibraba en los Apóstoles las palabras pronunciadas antes de su muerte: «No os dejaré huérfanos» (Jo 14, 18). ¿Cómo?

Los Apóstoles acompañaban la gloriosa Ascensión de Jesús y sentían el terrible dolor de la separación (cf. At 1, 9-10). El Autor de tantos milagros no los haría más; aquellas santas manos que habían expulsado a los vendedores del templo, dado vista a los ciegos, hecho sordos oír y mudos hablar, no curarían más; aquella voz, a veces suave, a veces imperiosa, que hiciera callar vientos y apaciguar tempestades y que tantas enseñanzas transmitiera, no se haría oír más. Comprendían, de forma obnubilada, que el Maestro no estaría más con ellos. Sin embargo, una mirada tierna, llevada a los extremos de ternura, casta y delicada, los fijaba uno a uno: la de María Santísima, cuya presencia nos hacía confiados, seguros y fuertes. No dudaron, y luego se reunieron alrededor de Ella (cf. At 1, 14).

Nuestra Señora era el sustentáculo del bien en la Tierra y rezaba ardientemente por aquellos que constituirían el fundamento de la Iglesia. Hasta que, en Pentecostés – quizá también anticipado por Ella como lo fue el momento de la Encarnación -, los Apóstoles reciben al Espíritu Santo y salen intrépidamente, predicando la Buena Nueva del Evangelio: «Los discípulos partieron y predicaron por todas partes. El Señor cooperaba con ellos y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban» (Mc 16, 20). Así se iba formando la Santa Iglesia.

Hace más de dos mil años Dios perpetúa los milagros por medio de la Iglesia, pues es por esta institución que Nuestro Señor Jesucristo se hace «tocar» a lo largo de la Historia, a través de los Sacramentos. «Lo que Cristo quiere hacer, lo hace por medio de la Iglesia. […] Luego, la Iglesia en cierto sentido es omnipotente y omnisciente porque es instrumento de la omnipotencia y portavoz de la omnisciencia de Dios».5 ¿Queréis ver a Jesús? Id a la Iglesia y allá lo encontraréis bajo las especies Eucarísticas. ¿Queréis ser curados de vuestra lepra espiritual? Id al confesionario, donde Jesús, bajo la voz del sacerdote, os perdonará. ¿Queréis tornaros hijos de Dios? Id a la pía bautismal, dejad caer sobre vuestras cabezas las santas aguas, por las manos del ministro de Cristo, y luego oiréis a los Ángeles cantar jubilosos por haber conquistado vuestro lugar en el Cielo. ¿Queréis seguir a Jesús? ¡Caminad en la Iglesia de Dios!

Más beneficiados que el pueblo electo introducido en la Tierra Prometida son los que forman parte de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, institución perfecta, la patria de nuestras almas, más valiosa que diez mil tierras prometidas.6 Y no solo por medio de los Sacramentos, sino también en el triunfo constante de la Santa Iglesia en la Tierra con los milagros, resuena la voz del Salvador: «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18).

Ahora, ya sea por medio de los hombres, ya sea de las criaturas, todos los milagros realizados deben su fuerza a María Santísima, pues «don alguno es concedido […], que no pase por sus manos virginales».7

En nuestros conturbados tiempos, unámonos a la Virgen Santísima, el tesoro inagotable de Dios, «de cuya plenitud los hombres se enriquecen»,8 y llevemos en consideración que […] en virtud de una ley superior de la Providencia, los milagros se tornan más frecuentes en las épocas en que son más necesarios. De ese modo, siempre que la situación en el mundo se va presentando más precaria, que la impiedad va creciendo, como vemos en nuestros días, el número de milagros deberá aumentar. Podrán demorar más o menos tiempo para comenzar, pero vendrán en la hora correcta y harán su obra. Y nosotros, católicos, debemos contar con ellos para abrirnos camino en medio de tantas pruebas, confusiones y decadencias. Dios tiene designios y misterios que no nos cabe alcanzar.

Apenas debemos confiar y esperar que Él, a ruegos de María Santísima, intervenga de modo milagroso para tocar el corazón de la humanidad contemporánea .9

¡Confiemos en este panorama que se descortina a nuestros ojos! Creamos no solo en la divinidad de Jesús, como también en la divinidad de su Cuerpo Místico – la Iglesia -, que, anclada en María, es uno de los milagros más patentes ya realizados en la Historia: permanece incólume ya por más de dos mil años, a pesar de todas las tormentas que tuvo que enfrentar a lo largo del tiempo.

¡Esperad, esperemos! Cristo prometió establecer su Reino entre los hombres y este Reino se efectuará por medio de María, 10 así como quiso Él venir al mundo por medio de Ella: «Por medio de María comenzó la salvación del mundo y es por María que debe ser consumada». 11 «Son los milagros de su diestra, para gloria de Ella», 12 que han de fundar este Reino.

Por la Hermana Maria Cecília Lins Brandão Veas, EP

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1- Cf. SPIRAGO, Francisco. Catecismo en ejemplos. Barcelona: Políglota, 1927, v. I, p. 45-46.
2- ROSTAND, Edmund. Hymne au Soleil. In: Chantecler. Paris: Fasquelle, 1928, p. 26.
3- SCHEEBEN, Mattias-Joseph. As maravilhas da graça divina. Petrópolis: Vozes, 1956, p. 177.
4- EDITORIAL. «Alma de Cristo, santificai-nos; Corpo de Cristo, salvai-nos!». In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano IX, n. 96, mar. 2006, p. 4.
5- CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Glória a Deus no Céu, e paz na Terra aos homens de boa vontade. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano V, n. 57, dez. 2002, p. 7.
6- Cf. Id. Os Impropérios: cântico de dor e esperança. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano IX, n. 97, abr. 2006, p. 21.
7- SÃO LUÍS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Op. cit. n. 25, p. 31.
8- Ibid. n. 23, p. 30.
9- CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Bondade régia da Virgem do Miracolo. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano V, n. 46, jan. 2002, p. 9.
10- SÃO LUÍS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Op. cit. n. 217, p. 210-211.
11- Ibid. n. 49, p. 50.
12- CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferência. São Paulo, 25 set. 1972. (Arquivo IFTE).

 

 

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