Redacción (Lunes, 01-11-2016, Gaudium Press) 10 de enero de 1607 fue el día escogido por Dios para el nacimiento de un hijo que habría de sufrir por Él no solo un martirio, sino dos.
Isaac Jogues nació en Orleans, Francia. En el seminario jesuita recibió, juntamente con la teología y filosofía, el ardor misionero y el deseo del martirio, al oír los relatos del P. João de Brebeuf sobre las recientes misiones en Canadá.
Después de la ordenación, el P. Isaac fue designado para la misión en la Nueva-Francia – Canadá – y hacia allá partió en 1636. En Quebec, él dividía su tiempo entre el estudio de la lengua, el cuidado de los enfermos, y la catequesis de preparación para el bautismo.
Alrededor de 1642, los indios iroqueses, aliados a los holandeses, iniciaron una guerra, atacando ferozmente la tribu de los hurones, que estaba bajo el dominio francés. Durante la lucha, P. Jogues se ofreció para atravesar el río Hudson a fin de llevar un mensaje a la ciudad.
En medio del camino, fue capturado en una emboscada de los iroqueses y llevado a un horrible cautiverio.
A lo largo de trece meses, fue blanco de los peores horrores: le serraron un dedo y le arrancaron otro con los dientes; le sacaron todas las uñas. Muchas veces le golpeaban su cuerpo con hachas incandescentes y le cortaban pedazos de carne, además de otros incontables suplicios. El santo pasaba la noche tirado en el piso, con el cuerpo lleno de heridas y cubierto de insectos.
A pesar de su deseo de permanecer allí para convertir al pueblo y sufrir, fue rescatado por un capitán holandés que lo llevó de vuelta a Quebec. Para recuperarse de ese martirio, volvió a Francia en 1643. Estaba irreconocible. Cuando llegó delante de su superior, el Padre Rector, este le preguntó:
– ¿Vos llegasteis a conocer en Nueva-Francia al P. Jogues?
– De manera muy íntima, mi reverendo padre – respondió él.
– ¡Qué bueno! ¿Podría darme noticias suyas? ¿Él todavía está en este mundo o, como algunos afirman, ya fue quemado por los indios?
– No, mi padre, él todavía vive, pues es bien este que está delante de vos y os pide que lo bendiga…
Aunque el sobreviviente tuviese dos dedos mutilados, el Papa Urbano VII le concedió celebrar la Santa Misa, afirmando: «No es conveniente que el mártir de Cristo no pueda beber la Sangre de Cristo».
Entretanto, en el corazón del P. Jogues, ardía el deseo de cumplir su misión y repetía, unido a sus compañeros: «Sentio me vehementer impelii ad moriendum pro Christo».
Pocos meses después, volvió a Quebec, teniendo como objetivo apaciguar el relacionamiento entre iroqueses y hurones a fin de continuar su apostolado.
Durante un período de paz transitoria, fue enviado a los iroqueses. Exultaba en su interior: «¡Me haría feliz si el Señor quisiese completar mi sacrificio en el mismo lugar en que comenzó!»
A los ojos humanos, la misión en este hostil territorio fue el peor de los fracasos; sin embargo, a los ojos de Aquel que conocía Isaac desde toda eternidad, era el tiempo del cumplimiento de la misión.
Después de cuatro semanas de incesantes torturas, el día 18 de octubre de 1646, con un golpe de hacha, el P. Isaac Jogues sufrió su segundo y definitivo martirio y cumplió su último deseo:
Unirse inseparablemente a Dios.
Por la Hna. Ana Bruna de Genaro Lopes, EP
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