Redacción (Miércoles, 02-11-2016, Gaudium Press) Cuando vemos el mundo que nos rodea quedamos no pocas veces atemorizados ante los sorprendentes acontecimientos que van sucediendo. Es un atentado en un aeropuerto en el cual las víctimas, en su mayoría turistas, inesperadamente se encuentran con la muerte. Es un terremoto que causa centenas de víctimas. Es un atropello sobre una multitud, con muchos niños presentes, de un camión, dejando numerosísimos muertos y heridos. La triste noticia diaria de muertes por la violencia delincuencial. No caen en el olvido los tsunamis, en Indonesia y Japón, que arrastraron tantas y tantas personas hacia la eternidad. Que son incendios, que son huracanes e inundaciones, que son sequías, que son epidemias. Guerras, tanto internas como entre países, con el riesgo de bombas atómicas o bacteriológicas.
Todo esto nos lleva a pensar en la afirmación de San Alfonso María de Ligorio: «Nada más cierto que la muerte, nada más incierto que la hora de la muerte». Ley inexorable, universal, que nadie podrá abolir. Cuestión, como verán, «espinosa» de hablar. Es la delicada situación del sacerdote que esté celebrando una misa de cuerpo presente, o del último día de novenario de fallecimiento.
Tras la muerte, se abre la puerta del juicio, el cielo o el infierno |
Me ocurrió cierta vez, en que terminada la Santa Misa, se acercó a la sacristía un hermano del fallecido y me dice: «lo felicito, padre, pues usted habló de lo que pocos hacen en estos momentos de dolor: de la muerte». No sabía que responderle, apenas le dije que las homilías tienen que ser correspondientes al momento. Si es en un casamiento, pues será sobre la belleza del matrimonio, de las cruces que enfrentarán, de su fidelidad hasta la muerte. Claro, si es de un bautismo, la alegría de que este niño o niña pasará a ser hijo de Dios, de la belleza del ritual, explicando en cada momento su significado. Si es de Primera Comunión, por el Evangelio que normalmente se elige: «dejad que los niños vengan a mí», destacar que el ser como niños es mantener la inocencia bautismal; y para el propio niño señalarle la gracia de poder recibir a Jesús Sacramentado. Si es una Unción de los Enfermos, dependerá de cada uno; pero, si es de agonía, sobresaltarle que está entrando en el momento más importante de su vida, el paso a la eternidad, hablarle mucho del papel de la misericordia, de volverse a la Santísima Virgen como intercesora ante el Supremo Juez, Nuestro Señor Jesucristo.
Somos peregrinos rumbo al paraíso celeste. La muerte es un momento terrible y grandioso. El juicio, circunstancia tan especial por la que pasaremos todos – sin excepción -, mismo aquellos que no crean que pueda ocurrir por considerar que «post mortem» apenas seremos pasto de gusanos. Son los que no creen en la eternidad, que afirman que no estamos compuestos de cuerpo y alma, y que el alma no es eterna.
Vemos que, es un tema que casi nadie quiere oír hablar, pero, de su conocimiento, depende la salvación eterna de cada uno. Pocos conocen lo que son los Novísimos, es decir, los últimos momentos, el fin. Puede presentarse cuando menos lo pensamos, súbitamente, como un relámpago; de improviso, como un ladrón en la noche.
La exhortación bíblica: «Piensa en tus postrimerías y no pecarás eternamente» (Eclo 7, 40), nos invita a un meditar en la muerte, el juicio y sus inmediatas consecuencias: el Cielo o el infierno.
Hablar o escribir sobre los novísimos o postrimerías ha sido materia de muchos libros, no es fácil transmitirlos en un simple artículo periodístico. Intentaremos unas pinceladas de los dos primeros – la muerte y el juicio – pues son los momentos en que quedará definido nuestro futuro para el Cielo o para el infierno. Creo serán un bien espiritual para todos.
¿Para todos?, mejor digamos, para los que tengan el corazón abierto a la voz de Dios, que actuando con su gracia y misericordia, nos sustentará en esos cruciales momentos por los que todos pasaremos: la muerte.
Alguno podrá decir: «¿no es un poco traumatizante pensar en la muerte?». No, respondería, pues los que consideran amargo pensar en ella, es por el apego que tienen a las cosas de la tierra, por el remordimiento de sus pecados y por la incertidumbre de su propia salvación.
Será tranquilizante, al contrario, si pensamos en nuestro accionar diario, en nuestra preocupación por el cumplimiento de los Mandamientos, en estar compenetrados de volvernos a Dios a todo momento y, principalmente, de no dejarnos atropellar por el mundo alejado de Dios en que vivimos.
Por eso Nuestro Señor nos invita a «estad en vela y preparados, porque a la hora que menos pensáis, viene el Hijo del hombre» (Mt 24, 42). Si hay algo desconocido para nosotros es el día y la hora. Será una vez, no sabemos en qué situación; será repentinamente, cuando menos lo esperemos. En este «viaje» camino a la eternidad, no podremos llevar absolutamente nada de las cosas materiales que hayamos acumulado. Bien alertaba Jesús, en parábola a la muchedumbre, sobre el hombre que acumulaba bienes pensando en descansar, comer, beber, regalarse: «Pero Dios le dijo: ¡Insensato!, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado, ¿para quién será?» (Lc 12, 19-20).
No hay cosa más importante, queridos hermanos, que el instante de nuestra muerte, de él depende nuestra eterna bienaventuranza o nuestra eterna desgracia. Recordemos que, de la buena o mala vida, depende la buena o mala muerte. Como es la vida, así será nuestro fin: «talis vita, finis ita»; pues, no es fácil corregir toda una vida en un instante.
No hay vuelta atrás, iremos solos ante el Juez Supremo, en la fecha fijada por el propio Dios. Y, en el propio lugar en que el alma es separada del cuerpo, en el momento de la muerte, es juzgada para recibir el premio o el castigo, dependiendo de la conducta que tuvo durante la vida en esta tierra. El Supremo Juez será Nuestro Señor Jesucristo. Habrá, en esas circunstancias, dos libros: los Santos Evangelios y nuestra consciencia. En los Evangelios veremos lo que debía haber hecho, en mi consciencia lo que hice. Será mi juicio particular. Será el momento feliz del «venid a mí benditos de Mi Padre», o el momento infeliz del «alejaos de mí, malditos de Mi Padre». Ese mundo después de la muerte, no es igual para todos…
Pensemos en los novísimos: muerte, juicio, Cielo e infierno. Eso nos ayudará para nuestra salvación. En medio de los horrores y peligros que presenciamos en el mundo todo, volvámonos siempre, desde ahora, pero principalmente en el crucial momento en que seamos llamados a la eternidad, hacia la Santísima Virgen María, Madre de Misericordia y Abogada de los pecadores. Que Ella nos obtenga un arrepentimiento sincero, un corazón contrito y humillado, que Ella interceda ante Jesús Nuestro Señor para la salvación de nuestras almas.
Por el P. Fernando Gioia, EP.
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 2 de noviembre del 2016)
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