Redacción (Domingo, 06-11-2016, Gaudium Press) Existe el exorcismo clásico, aquel que el mundo entero está redescubriendo con alegría en el ministerio de un número creciente de clérigos, a quienes Dios suscita en la lucha contra Satanás y sus maléficas acciones de tentación, obsesión y posesión.
Sin embargo, existe otro ‘exorcismo’, el de la admiración, que exorciza entre otros el tedio de unas vidas impregnadas de egoísmo, que torna el panorama triste, aburrido, gris.
Decía una antigua alumna de Plinio Corrêa de Oliveira que fue ella a visitar el Viejo Continente movida en gran medida por las fantásticas descripciones que hacía su profesor en clase, de las maravillas que ahí se encontrarían. Y que, sin embargo, cuando fue a visitarlas, estas le causaron una cierta decepción…
Ocurre que la admiración no sólo está en las cosas admirables, sino sobre todo en un espíritu admirativo.
Explicaba Plinio Corrêa de Oliveira que las cosas creadas, incluso las más maravillosas, no son sino los primeros acordes para que el ser humano componga la sinfonía de lo que Dios quiso decir al crear o inspirar ese ser maravilloso. Las mayores maravillas no son sino los primeros acordes de las maravillas que encontraremos en el cielo, maravillas que tienen su sede propia en las Ideas divinas, maravillas que son reflejo de Dios. Un magnífico castillo de Chambord es solo el primer escalón de la escala dorada que nos lleva a los castillos que encontraremos en el cielo.
Entonces, cuando el Dr. Plinio describía Chambord, él describía el Castillo real, aquel que era pabellón de caza de Francisco I, pero también cantaba la sinfonía que él había compuesto en su alma a partir de esa construcción maravillosa. Y era muy probable que su alumna viajera, que sí había admirado las descripciones del Dr. Plinio, no tuviera ella misma esa capacidad para encantarse con una Notre Dame, o con un Versalles o con un Chambord.
Sin embargo, quien admira, quien con el auxilio de la gracia de Dios sale del egoísmo, del mero deseo de la satisfacción de sus gustos, y contempla con encanto la maravilla en sí, por ser ella lo que es, a ese Dios ya le va enseñando aquella composición maravillosa de la cual la maravilla es sólo el primer acorde. Pero el requisito es no querer Chambord meramente para sí, para que lo admiren por ser dueño de Chambord, o para poderse alojar con todo confort en los aposentos reales y allí ser atendido como rey; no. Es admirar a Chambord porque es admirable, porque es magnífico, porque es fuerte pero a la vez leve, porque puede ser rudo como puede ser gentil y hasta delicado, porque al mismo tiempo que me acoge con cariño cuasi materno me eleva a horizontes de grandeza, elegancia y civilización, porque es un reflejo de Dios, Cariño Infinito, Fuerza Infinita, Grandeza, Elegancia y Civilización Infinitos.
Y ese espíritu admirativo, que tenemos que pedir a Dios, es exorcístico de aquel tedio gris y deprimente que comúnmente habita en el hombre que solo vive para la satisfacción de sus pasiones y caprichos. No hay nada más aburrido que la vida del hombre que sólo vive para sí, aunque tenga la riqueza de un Onassis.
Contra el tedio, el hastío, el aburrimiento del hombre contemporáneo, recetamos por ejemplo un viaje por Chambord. Que puede ser físico o virtual.
Un viaje en el que sintamos la majestad de Chambord, tal majestad regia, verdaderamente grande, que no es tímida ni vergonzante en manifestar su grandeza, pero que desde ella acoge con una sonrisa al visitante.
Una grandeza que es compleja, es rica y matizada, que siempre tiene una sorpresa a darnos, una sorpresa que puede intimidar por lo gigante, por ejemplo la de la fuerza de las torreones de piedra, pero que también nos arranca una sonrisa cuando nos toca con la delicadeza de un leve matiz, o de una asimetría, como las de las torrecillas de su cúpula.
Recetamos contra el tedio la lectura de una biografía o una autobiografía de un gran hombre, en la que podamos contemplar los gigantescos retos, la fuerza de voluntad insigne, las miserias mezquinas de sus contemporáneos que enfrentó, inclusive sus propios ‘demonios’, sus propios vicios, su tendencia a ser lama, que finalmente fue vencida por el perfume de la virtud, por el gladio de la lucha y del esfuerzo.
Lo que hay en el fondo es la admiración. Como decía Plinio Corrêa de Oliveira, los siglos futuros serán de admiración, o no serán. Y ellos lo serán, con la gracia de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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