Roma – Italia (Jueves, 10-11-2016, Gaudium Press) Hace 40 años, uno de los mayores genocidios de la historia moderna fue cometido en Camboya.
Después de una larga guerra sucia, los guerrilleros «kmers rojos» dominaron el país e impusieron su ideología a toda la población que, repentinamente, quedó paralizada.
De cada tres hombres, uno fue asesinado. La cuarta parte de la población del país fue diezmada. Bastaba no demostrar entusiasmo hacia la nueva situación establecida para que el castigo fuese la muerte.
En cuatro años, debajo de las órdenes del tirano Pol Pot, el régimen comunista acabó con la vida de un millón setecientos mil personas.
Con las persecuciones y muertes de su revolución cultural, Pol Pot y los fanáticos del Kmer Rojo, prácticamente, exterminaron los católicos del país, destruyeron los movimientos religiosos, buscando aniquilar la Iglesia camboyana.
Testimonio de un Obispo
Mons. Enrique Figaredo, Obispo de Battambang, en Camboya, ofrece su testimonio:
«La guerra, la revolución de Pol Pot llevó todo con energía: los obispos, los sacerdotes, las religiosas, los catequistas. La comunidad católica quedó reducida a nada. Muchos de los católicos que sobrevivieron no tenían esperanza de que en Camboya pudiese aún haber paz y hoy viven en los Estados Unidos, Francia, Japón. Fueron muy pocos los que restaron».
Mons. Enrique Figaredo llegó a Camboya poco tiempo después de esos acontecimientos y además encontró un país despedazado por aquella situación impuesta de modo brutal.
En los años 70, antes de los comunistas tomar el poder, los católicos llegaban al número de 170.000 en todo el país.
Después de las persecuciones del régimen despótico de Pol Pot, restaron apenas pocos millares de católicos.
«Cuando llegamos, la comunidad estaba totalmente dispersa. Ya en los campos de refugiados comenzó el trabajo. Un trabajo muy bonito: con la repatriación creamos comunidades nuevas con los refugiados que retornaban. Cuando fui nombrado prefecto apostólico, teníamos 14 comunidades. Ahora tenemos 28 que son mucho más numerosas y con un trabajo mucho mayor», recuerda Mons. Figaredo.
La comunidad católica crece en ritmo lento, pero seguro. Se torna una esperanza y un aliento: Ella viene demostrando que, después de la persecución y el martirio, la Iglesia puede renacer de sus propias cenizas. (JSG)
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