Redacción (Lunes, 02-12-2016, Gaudium Press) El hombre de hoy sufre de una verdadera sed de novedades. No hay un lugar donde él entre, un restaurant, un consultorio médico, una panadería, en fin, en el que no esté prendida una televisión o una radio, noticiando el último acontecimiento. Miserias, calamidades y tristezas la mayor parte de las veces…
Perseguido y atraído así por la avalancha de novedades ofrecidas por los medios, el hombre moderno se relaciona cada vez menos con sus semejantes, y está más al par de lo que sucede del otro lado del mundo de lo que con aquellos que le son más próximos.
Esa sobredosis de imágenes e informaciones destruyó casi por completo el relacionamiento humano, o, al menos, lo transformó en un intercambio de relaciones frías y maquinales donde la consideración y la estima no consiguen vencer el interés personal, el egoísmo.
Paulatinamente la globalización fue aislando las personas…
Se creó un estilo de vida en el cual los hombres, cada vez más, viven en multitudes, en grandes ciudades, y casi no se conocen. Ahí, en estos inmensos aglomerados, llevan una vida tan absorbida por el trabajo, que no tienen tiempo siquiera de conversar. Y eso se intensifica cada día.
Ese proceso trajo como consecuencia el cuasi desaparecimiento de aquello que podríamos llamar «personalidad» – la cual se desarrolla en la convivencia – y transformó la sociedad en una «masa». La sociedad así constituida, no toma en consideración las características de cada individuo, sino que quiere igualar a todos. Y busca hacer que todos tengan, tanto cuanto posible, los mismos gustos, los mismos hábitos, los mismos modos de ser y pensar, casi diríamos, las mismas «caras». Ya no hay más modelos ni líderes, buenos ni malos, sino una igualdad amorfa, casi irracional…
Hace poco utilizamos la palabra personalidad. ¿Qué entendemos aquí por personalidad?
Cada hombre recibe de Dios determinadas características para reflejarlo de forma inédita e irrepetible. Hay, por tanto, en cada hombre «una tendencia a contemplar, comprender y reflejar de preferencia cierta perfección divina.» Una como que luz primordial, que «es la virtud dominante que un alma es llamada a reflejar, imprimiendo en las demás [virtudes] su tonalidad particular.» [1]
Stella difert stella. (1 Cor 15,41) Cada estrella es diferente de la otra, dice el Apóstol. Con mayor razón los hombres lo son. Hasta incluso entre los santos eso se da, y con más intensidad. Diferencias de personalidades, de talentos, de gustos, en fin, cuántos aspectos podrían ser analizados. ¿Qué decir de la diferencia que hay entre un Santo Tomás de Aquino, luminaria de la inteligencia humana, y un San Juan María Vianney, que mal consiguió concluir los estudios para ser ordenado sacerdote, pero que discernía los espíritus y «leía» los pensamientos? ¿O entonces una Santa Catarina de Siena, agraciada con tantas apariciones y fenómenos místicos, y una Santa Teresita del Niño Jesús, encerrada en el silencio de un claustro y padeciendo de una tuberculosis que provocó su muerte prematura? Para no ir más lejos, cuánta diferencia en el colegio apostólico…
Dios quiere que desarrollemos nuestra personalidad. Y si correspondemos a la gracia, ella tomará un realce extraordinario. Y la yuxtaposición de estas personalidades forma la inmensa «colección» de Dios. Pero, para que esta colección alcance el pináculo de su brillo y colorido, es necesario que cada «pieza» lleve su personalidad a la plenitud. Eso es lo contrario de la «masificación».
Sin embargo, ¿cómo unir con armonía tantas diferencias? El único medio de tornar posible la coexistencia de las más variadas formas de pensar, de los modos de ser más antagónicos, de las reacciones más diversas e inusitadas, es a través de la caridad cristiana. Sin una gran disposición al sacrificio, de aceptar muchas veces la voluntad de otro, de soportar las contrariedades inevitables de la vida en sociedad, se torna imposible el relacionamiento humano.
La cortesía, una forma de caridad cristiana
Esta forma de caridad aplicada a la convivencia puede ser llamada de cortesía. ¿Qué es la cortesía? «Es el lazo lleno de respeto, de distinción y afecto capaz de transponer ese abismo que hay de persona a persona, y colocarlas en una relación armónica como las notas de una música. La cortesía es la musicalidad de la convivencia humana». [2]
Ese estado de espíritu es tan poco común en nuestros días que tenemos dificultad en comprenderlo. No hay en él ninguna utilidad práctica, ningún lucro, y, sobre todo, no siempre es agradable ser cortés… ¿Cómo, entonces, explicarlo? Él solo es posible por la prevalencia del espíritu sobre la materia, de las cualidades de lo sobrenatural sobre las naturales.
Pero, ¿hay posibilidad de que exista ese orden de cosas que den norte así una sociedad? Aunque todas las apariencias que nos circundan manifiesten lo contrario, este orden de cosas no apenas es posible, sino que ya existió: el ‘Ancien Regime’ (Antiguo Régimen) es un ejemplo. En esta época, sobre todo en Francia, «entre los elementos que constituían la ‘douceur de vivre’ [dulzura de vivir], ocupaba lugar de destaque aquel modo distinguido de proceder o de hablar, conocido por la expresión ‘politesse’ [polidez]. Esta cualidad del francés de entonces se encontraba difundida por todas las clases sociales, y se basaba en una especie de necesidad innata de dedicación, abnegación y don de sí mismo.» [3]
Eso no siempre es fácil. La constante actitud de dignidad, el modo de hablar trabajado que requiere una atención continua en el lenguaje, las fórmulas de cortesía y todos los otros numerosos requisitos exigidos en esta forma de relacionamiento, denotan la victoria de la gracia sobre el pecado, de la virtud sobre la espontaneidad.
Se cuenta que Santa Teresa de Ávila escribió en cierta ocasión, cuando precisó pasar algunos días en la casa de la duquesa de Lacerda, en España, que prefería el Carmelo, pues la vida era más fácil y cómoda que la vida en la corte…
En esa época, la cortesía era el predicado por excelencia de la nobleza. «En el gentilhombre del siglo XVIII la expresión de la fisionomía, el porte, el gesto, el traje expresan la idea de que la existencia de élites sociales no solo es justa, sino deseable, y que la superioridad de cultura, de maneras y de gustos de sus miembros debe naturalmente manifestarse con un máximo de precisión, realce y requinte.» [4]
Todo eso beneficiaba al noble, porque lo tornaba más elevado, le enaltecía el espíritu. Pero beneficiaba a la sociedad entera, porque todos comenzaban a imitar los gestos de la corte.
Un brillante relato del gran escritor francés, Lenotre, lo certifica: «los cocheros demuestran previdencia, buen humor, honestidad, educación y probidad. Nunca exteriorizan la menor queja, la más leve discusión. (…) Aún estoy a la búsqueda de un caso de grosería; nunca vi una pelea, hasta incluso en los lugares donde, la multitud siendo compacta, no se podía dar diez pasos sin atropellar a alguien. Quien por descuido es atropellado, se apresurará en pedir disculpas, al mismo tiempo en que el otro le pedirá perdón. Los dos se saludan, y el caso está encerrado» [5]
«El afán de ser amable y atento comportaba la idea de que cuando se es anfitrión se debe tener el placer de practicar sacrificios para agradar al prójimo. Y eso se manifestaba en toda la escala social, desde el campesino al propio Rey.»[6]
Explota la Revolución Francesa. Con ella, veladamente, el panteísmo se insinúa bajo el disfraz de la igualdad. Pretende despersonalizar a los individuos y producir, a hierro y fuego, una organización social donde las personas no sean más que números. Tal como en un rebaño, donde una cabeza de ganado no pasa de una cifra. Por eso, la Revolución Francesa hizo morir la cortesía, pues esta es la armonía entre las cosas diferentes. Acabando con las diferencias, desapareció la cortesía. Pero, con eso, muere también la personalidad y todo se transforma en «masa».
Fascinado, o mejor, ilusionado por una falsa efigie de la libertad, el hombre terminó por tornarse esclavo. ¿De quién? No lo sabemos…
Algunos juzgaron que la solución para la nueva enfermedad estaba en la fraternidad. Y esta vez acertaron, pues la cortesía nada más es que el amor al prójimo, por amor de Dios. Entretanto, erraron en la composición del remedio…
Ese proceso llevó siglos para desarrollarse, pero llegó a un punto difícil de ser imaginado por los tutores de la Revolución Francesa. ¿Él terminó? Nada lo parece indicar… Al contrario, el horizonte presenta un aspecto cada vez más nublado y asustador. ¿Dónde todavía llegará este proceso revolucionario? Su futuro está en sus manos, querido lector. Sí, es en el corazón del hombre que nacen la virtud y el pecado. Cada uno de nosotros tiene en las manos las armas para derrotar ese enemigo de la sociedad que puede ser resumido en el egoísmo, vicio contrario a la caridad, al amor a Dios. Solo después que Dios triunfe en los corazones podremos recoger nuevamente los frutos de la cortesía en la sociedad humana, reflejo sublime de las luces y alcandores de la sociedad celeste que nos aguarda.
Comencemos la victoria por nuestros propios corazones.
Por Felipe Rodrigues de Souza
[1] CLÁ DIAS, João S. O Dom de Sabedoria na mente, vida e obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Tese de doutorado em Teologia – Pontifícia Universidade Bolivariana. Medellín, 2010, p. 375.
[2] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferência para jovens. 29 jun. 1974. Arquivo ITTA.
[3] CLÁ DIAS, João S. Despreocupados… rumo à guilhotina: A autodemolição do Ancien Regime. São Paulo: Artpress, 1993, p. 14.
[4] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Pintando a Alma Humana. Catolicismo, Maio de 1951.
[5] LENOTRE, G. Gens de la Vieille France. Paris: Librarie Académique, 1919, p. 40-43.
[6] CLÁ DIAS, João S. Despreocupados… rumo à guilhotina: A autodemolição do Ancien Regime. São Paulo: Artpress, 1993, p. 21.
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