sábado, 23 de noviembre de 2024
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Navidad, amor y trabajo

Redacción (Miércoles, 14-12-2016, Gaudium Press) La riqueza de una nación está en su capacidad laboral. Puede ser que tenga muy buenos recursos naturales. Muy buena y estratégica ubicación geográfica. Suficiente tecnología y parque industrial. Sin embargo la mano de obra es vital. Poco o casi nada se logra teniendo todo lo anterior si los hombres y mujeres de trabajo no están motivados para hacerlo. Así que la capacidad productiva y de consumo de un pueblo más parece un problema de psicología que de economía.

Si se repasa la historia con este criterio se verifica que todos los pueblos han pasado por etapas de crecimiento, desarrollo, auge y decadencia. Y en la decadencia siempre aparece el factor psicológico como algo que determinó el desánimo y la depresión colectiva. Pero no solamente es el factor psicológico. Hay algo más dentro de este: la moral. Un pueblo desmoralizado se convierte primero en una manada de chacales ambiciosos, envidiosos y crueles. Después viene la anarquía y el caos que se va instalando gradual e imperceptiblemente para los dirigentes demasiado optimistas, encerrados en sus campanas de cristal de clubes y actividades sociales mundanas y frívolas, que casi siempre terminan aislándolos en subjetivas y egoístas apreciaciones de la realidad de su entorno. Al perder la capacidad de hacer una lectura correcta, pierden el liderazgo que va pasando a manos de soñadores empedernidos, anarco-utopistas sin principios morales ni arraigo verdadero en la mentalidad nacional. Bandas de aventureros disfrazadas de partidos políticos sin Dios ni patria, igualitarios que no saben identificar las cualidades de su propia nación y solamente entienden de lucha de clases y terrorismo moral o físico para amedrentar y conseguir poder.

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Pocos supieron que el nacimiento de un niñito judío en una fría gruta cambiaría la historia…

Según el historiador Simón Baker (1) la clase dirigente romana y solamente ella, fue la responsable del vergonzoso hundimiento de su patria. Se les abrieron las agallas de la ambición y el hedonismo en medio de tanta riqueza que no supieron administrar porque habían perdido la temperancia, la austeridad y el espíritu hacendoso del viejo romano. Eso contagió irremediablemente a las otras clases sociales y generó la competencia, la rivalidad, las comparaciones, la envidia y la destructiva lucha de clases. Sin Dios ni patria a quien amar y servir, no pudieron detener el ímpetu de los bárbaros en las fronteras y solamente sobrevivieron los convertidos al cristianismo que habían pulido y bautizado las legendarias virtudes que hicieron famosa y fuerte la antigua república romana. Con los bárbaros, simples y maravillados por la fe de los misioneros que predicaban la vida de un Dios hecho hombre, los romanos convertidos hicieron la cristiandad. Los otros ya no pensaban sino en ellos mismos y sus beneficios personales. Por eso comenzaron a lamentarse, suicidarse y hundirse en el desaliento.

Verdaderamente Dios no revela sus más grandes planes sino a las almas humildes y subestimadas de una sociedad en decadencia. Aquellas que no están en la cresta de la ola del prestigio, los aplausos, los reconocimientos y la última moda. Fueron los pastores de Judea y los mártires del Imperio los primeros que conocieron con el corazón y no con el cerebro lo que en realidad significaba adorar a Cristo: «Un Salvador os ha sido dado». Ni los doctores de la ley ni los más presumidos intelectuales y filósofos romanos entenderían que el nacimiento de un niñito judío en la fría gruta de una pobre y lejana aldea del arrogante imperio, iba a cambiar la historia del mundo de aquel entonces. Los que lo entendieron, cogieron ánimo, fuerza, entusiasmo y coraje para construir a pulso, trabajo y gracia una nueva civilización sobre las ruinas de un imperio que se hundió fatigado de tanto pecado.

Por Antonio Borda

(1) Simón Baker, Roma: Auge y caída, Ed. Ariel, 2009.

 

 

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