Redacción (Miércoles, 28-12-2016, Gaudium Press) En un reino distante…
Un monarca muy santo sobresalía a los ojos de Dios y del pueblo por su admirable bondad.
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Cierto día, deseoso de tener algún contacto más próximo con su gente, decidió pasear por las pequeñas estradas del reino, llevando toda la comitiva real.
Ahora, ya próximo al final del recorrido, en medio a los últimos clamores de admiración y entusiasmo del pueblo fiel, sus ojos posaron sobre un niño, un niñito que lo miraba pasmo de admiración.
Muy condescendiente, ordenó que parasen el carruaje y se dirigió a él, diciendo:
– Mi pequeño súbdito, a quien quiero como a un hijo, pídame algo: dígame lo que quieres y yo te daré.
El niño pensó bien y dijo:
– ¡Majestad, yo quiero un maní!
Tomado de sorpresa y decepción, el rey, que podía y deseaba dar a aquel pequeñito cualquier maravilla, se dirigió a un siervo que lo acompañaba para que diese a él un maní.
Y… se retiró a su castillo.
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El hecho causa en muchos cierta indignación e inconformidad. Entretanto, muchas veces hacemos nosotros mismos el papel de ese niño. Teniendo como Padre, no un rey temporal, sino el Dios Omnipotente, muchas veces le dirigimos solamente preces inútiles y pequeñas, o mismo no lo invocamos…
¡Un verdadero absurdo!
¿Aquel que por nosotros se hizo Hombre, murió en una Cruz y resucitó, no nos daría cualquier gracia, por más alta y osada que fuese?
Quien dijo: «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, golpead y os será abierto», ¿no nos atenderá?
El niño pidió al rey un maní y lo obtuvo; pero nosotros podemos obtener de Dios todo: ¿pediremos solamente «un maní»?
En efecto, sin dejar de recurrir a él también en las pequeñas dificultades, pidamos: ¡Nuestra Señora de los pedidos osados, rogad por nosotros!
Por Bruna Almeida Piva
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