Redacción (Viernes, 30-12-2016, Gaudium Press) Desarrollaremos los antecedentes de lo que fue el cisma de Aviñón, o Cisma de Occidente, privilegiando la voz de dos santas, Santa Brígida y Santa Catalina de Siena.
Clemente V -Bertrand de Got, el Papa francés y sumiso al Reino de Francia, aquel que pasó a la historia por ser el supresor de los Templarios y que no los defendió como debía de la codicia y crueldad de Felipe el Hermoso- traslada ‘temporalmente’ la Corte pontificia a Aviñón en 1309, la apacible ciudad del río Rodano, que aunque en la época no era territorio francés sino napolitano, sí quedaba bajo la órbita de influencia del Rey de Francia. Tras Clemente V, 7 papas mantienen la Sede de Pedro en esa ciudad, hasta 1377.
Santa Catalina de Siena |
Después de Clemente V siguió Juan XXII, luego Benedicto XII, Clemente VI, Inocencio VI, Urbano V y Gregorio XI quien finalmente regresa a Roma en 1378. Todos ellos, por su origen francés y por las estrechas relaciones que tenían con el reino de los francos hacían que las demás naciones sospechasen ‘a priori’ de su imparcialidad, ocasionando revueltas en muchos lugares principalmente en Italia, y un desprestigio acentuado y creciente del Papado. La concepción de universalidad ecuánime y justa del trono de Pedro sufre muchísimo.
Urbano V, movido por los mejores deseos, volvió a Roma por un tiempo, llegando a la Ciudad Eterna el 16 de octubre de 1367. Pero la situación en Italia era difícil y para afrontarla «hubiera sido necesario un soberano de mayores energías. Urbano V no estaba en disposición de superar victoriosamente las dificultades que por todas partes se le oponían». [1] Pronto «empezó a suspirar por la ciudad del Ródano y su hermoso país natal» e infelizmente decide regresar a Aviñón. Santa Brígida le advierte «que el Papa moriría tan pronto como dejase a Italia». Pero Urbano no hace caso a las admoniciones, regresa a la ciudad francesa el 27 de septiembre de 1370 y efectivamente, muere poco después, el 19 de diciembre.
Las circunstancias de desorden en Italia, producto en gran medida de la salida del Pontífice de Roma, terminan enfrentando a los ejércitos de la República de Florencia con los del nuevo Papa, Gregorio XI. Santa Catalina de Siena, cuyo merecido prestigio ya la hacía reconocida autoridad en Europa, era la enviada del cielo para predicar entonces a todos la paz y la reconciliación. A los florentinos decía que aunque los prelados no fueran cunas de virtud, había que reconocer indefectiblemente su autoridad derivada de Jesús. Y a Gregorio XI le decía que si bien tenía el deber de recobrar los dominios perdidos por la Iglesia, mayor deber tenía en recoger todas las ovejas posibles en el rebaño de Cristo, lo que mejor se hacía con la caridad y la moderación. Lamentablemente las invocaciones pacíficas de la virgen cayeron en tierra infecunda y la guerra entre florentinos y papistas continuó, poniendo más obstáculos al regreso del Pontífice a Roma y horadando por ende la autoridad pontificia.
El regreso de los papas era el mayor deseo de Santa Catalina, en lo que la secundaba Santa Brígida, quien advertía que si Gregorio XI no regresaba pronto a Roma «no solo perdería su autoridad temporal, sino también la espiritual». Finalmente, los ruegos y amonestaciones de la Santa de Siena lograron su cometido, y Gregorio XI vuelve al lugar de donde no debió haber salido la Santa Sede. Muere este Papa el 27 de marzo de 1378.
El cisma
Tras la muerte de Gregorio, y después de 75 años, volvía a reunirse un cónclave en Roma para elegir al sucesor de Pedro. Y aunque el pueblo tumultuoso presionó de una u otra manera durante cónclave, pidiendo un papa romano o al menos italiano, fue pacífica en una primera instancia la aceptación por todos de Urbano VI como Jefe de la Iglesia, inclusive por la totalidad de cardenales allí presentes.
Era entretanto Urbano VI de muy recio carácter y fue muy duro con los purpurados desde el inicio, exigiendo un cambio de vida necesario, pero haciéndolo sin prudencia y moderación. Santa Catalina de Siena advierte sobre esto al Papa: «Justicia sin misericordia tendrá más de injusticia que de justicia. Haced vuestro negocio con moderación -le decía en otra carta. Pues la inmoderación destruye mucho más de lo que edifica; y con benevolencia y corazón tranquilo. ¡Por amor de Cristo crucificado! Moderad un poco esos movimientos repentinos que brotan de vuestra índole». Sin embargo Urbano VI continúa con su «desdichado estilo», haciendo que las relaciones con los cardenales fueran cada vez más tirantes, cardenales que en su mayoría eran franceses, mientras que Urbano era italiano.
Tampoco escuchó Urbano VI el consejo de Santa Catalina de Siena sobre una nueva configuración del Colegio de los Cardenales: «Había aconsejado Santa Catalina de Sena al Papa, poco después de su elección, que nombrara cierto número de cardenales hábiles y virtuosos, que le ayudarían en su difícil cargo con su consejo y cooperación. Pero Urbano dejaba pasar un tiempo precioso, sin aumentar el Colegio Cardenalicio y, en vez de esto, dijo en presencia de varios cardenales franceses, que tenía el designio de asociarles tantos romanos e italianos, que superarían el número de ellos. Un testigo presencial refiere, que a estas palabras palideció el Cardenal de Ginebra, y poco después se salió de las habitaciones del Papa. Ya se podía prever, con bastante certidumbre, una revolución en el Colegio Cardenalicio, cuando Urbano VI se indispuso también con sus amigos políticos, la reina de Nápoles y su esposo el duque Otón de Brunswich, y por semejante manera, con el conde Honorato Gaetani de Fondi. Los irritadísimos príncipes de la Iglesia [cardenales] supieron ya entonces dónde podrían encontrar un firme apoyo; y apenas empezaba en Roma los ardores del verano, y con ellos se hacía sentir el aire pesado e insalubre de la ciudad, cuando los cardenales ultramontanos, alegando motivos de salud, fueron un en pos de otro, pidiendo su licencia».
Se reunieron estos cardenales en Agnani, y ya se sabía en Roma que su intención era rebelarse contra el Papa. Huelga decir que esta rebelión también estaba motivada no solo por los malos tratos del Papa sino también por el indigno deseo de los purpurados de volver a establecer la Sede de Pedro en Aviñón. El 9 de agosto de 1378, «los trece cardenales no italianos reunidos en Anagni, dieron un altisonante y apasionado manifiesto, en el cual declaraban, que la elección de Urbano había sido inválida, como violentada por la presión y tumulto del pueblo romano, y que la Sede Pontificia se hallaba vacante».
Era el inicio del Gran Cisma de Occidente.
Por Saúl Castiblanco
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[1] Todas las citas de este artículo están tomadas de la Historia de los Papas, de Ludovico Pastor. Volumen I. Traducción de la Cuarta versión alemana. Editor Gustavo Gili. Barcelona. 1910.
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