Redacción (Jueves, 26-01-2017, Gaudium Press) En el gélido mes de diciembre, la ciudad de Edimburgo queda cubierta de copitos de nieve; ningún color en la naturaleza, con excepción de los elegantes, altaneros y siempre verdes pinos. ¿Flores, frutos, animales? ¡Ni pensar! Todo en ese mes cesa para que todas las atenciones se vuelvan para un gran acontecimiento: la Navidad.
La alegría ya comienza a apoderarse de los habitantes, los cuales salen, cuanto antes, a comprar adornos, pelotas coloridas, luces y regalos para colocarlos debajo del árbol de Navidad. Entretanto, no son todos los que sienten ese santo placer…
En una casa bien alejada, vivía un hombre llamado Jacob Grimm, de edad perfecta, fortuna perfecta y olor a humedad perfecto…
Todos le tenían miedo; solo el aspecto melancólico de su casa toda de ébano, ya despertaba un escalofrío; Mr. Grimm no era feo, pero sus trazos reflejaban mucha severidad. No tenía amigos, no por falta de tentativa, pues muchos intentaban superar el recelo e iniciaban una conversación, pero poco después el asunto moría. No sonreía porque hace tiempos no sabía lo que era sentirse feliz.
¿Qué será que angustiaba aquel corazón que parecía de piedra? Hace diez años, Mr. Grimm había perdido la madre, una santa mujer que quedara viuda cuando el pequeño Jacob contaba tres meses y le enseñara todo sobre la verdadera Religión. Sin embargo, el dolor de perderla fue para el joven, de solamente veinte años, irreparable. Desde aquel día, Mr. Grimm nunca más habló nada sobre Dios, sobre la Virgen y sobre el Cielo. Vivía frustrado y la Navidad para él era un tormento pues se acordaba más de su madre que propiamente del nacimiento del hijo de Dios. Entretanto, del Cielo, su madre le preparaba una Navidad diferente en aquel año…
El día 23 de diciembre, la nieve fue más clemente y dejó el Sol brillar por casi toda la mañana. Aprovechando los rayos benéficos del astro rey, Mr. Grimm se sentó en el balcón y por allá estuvo acariciando a su gato, cuando, súbitamente, oyó una vocecita pueril, cantando una alegre canción navideña, que, curiosamente, su madre cantaba. La pequeña sin titubear abrió el portón de la casa de Mr. Grimm y, en aquella tierra dura por la nieve, colocó un pequeño granito y salió. Al día siguiente, la misma, no más niña, ahora joven, como por magia, entró nuevamente al «jardín» y depositó, sin percibir que estaba siendo vigilada por Mr. Grimm, otro grano. El propietario no tenía fuerzas para mandar a la joven salir, ella se parecía con alguien… Cuando ya oscurecía, en medio de una feroz nevasca, la joven que se tornara una señora brillante, se aproximó, y, acostando la tercera semilla en el gélido suelo, lo llamó:
– ¡Grimm!
Fuera de sí de júbilo, Mr. Grimm reconoció la voz de su madre, e inmediatamente exclamó:
– ¡Mamá!
Descendió al jardín y, en medio de la nieve, tres rosas lindas estaban clavadas: una rubra, en cuyos pétalos se leía el nombre de Jesús, otra dorada, con el nombre de María, y, por último, una blanca conteniendo el nombre de José. Mr. Grimm emocionado buscaba por su madre en todos los rincones, pero no veía a nadie… Desesperado, observó nuevamente las tres rosas y debajo de las mismas descubrió una nota. La abrió y reconoció la letra de su querida madre:
«Si dejas que estas tres rosas broten y alegren tu corazón, tú me verás un día».
Por la Hna. Mariana de Oliveira, EP
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