Redacción (Lunes, 06-02-2017, Gaudium Press) Que sin oración nadie se salva, ya lo sabemos, nos lo han dicho los mejores moralistas de la Iglesia, en sus dos mil años de historia.
La oración es un requisito para entrar al cielo, pues es con la oración que pedimos las gracias para salvarnos. Y sin gracia, sin esa especial ayuda de Dios, nadie se salva. Entonces, en un acto de caridad, debemos rezar por los que no oran para que oren. Primer punto.
Entretanto, es bueno recordar también que no toda oración vale. Hay cierta forma de orar que no sólo no sirve para nada, sino que puede ser perjudicial.
Enmarquemos antes que la oración es una «conversación» con Dios, y por ello no podemos ser maleducados con Aquel interlocutor. Si en ese diálogo con el Señor nos distraemos de forma voluntaria, eso «constituye un verdadero pecado de irreverencia, que, según el Doctor Angélico, impide el fruto de la oración (83,13 ad 3)». (1) Rememoremos lo que decía Santa Teresa: «Quien tuviese de costumbre hablar con la majestad de Dios como hablaría con su esclavo que ni mira si dice mal, sino lo que se le viene a la boca y tiene aprendido por hacerlo otras veces, no la tengo por oración, ni plegue a Dios que ningún cristiano la tenga de esta suerte». (2)
Entonces si vamos a hablar con Dios es que es con Dios; el mismo que creó el Cielo y la Tierra, que es cándido como una paloma, pero terrible como un huracán que arrasa todo a su paso; que es dulce y refrescante como el céfiro de una tarde primaveril en una ciudad costera, pero que es también avasallador e imponente como la lava incandescente que sale de un volcán en erupción: ¡Que no se nos olvide!
El objetivo de la oración, es -inclusive por encima de nuestra necesidad de obtener la ayuda divina-, el de rendir tributo al Señor, reconocer su gloria, y en ese reconocimiento amarlo y amarlo por encima de todo. Si la oración consigue despertar el amor a Dios, el resto se da por añadidura.
Entonces, oraciones mecánicas, en las que nuestra mente y corazón no están dirigidos a Dios, aquellas que parecen más la de una grabación que se repite, no sirven para mucho. Lo primero, pues, que debemos pedir a Dios en la oración es que nos dé la capacidad de hacer una buena oración, y esta es aquella que nos enciende en el fervor, en el amor a Él, por las múltiples razones que debemos amarlo: No sólo por todo lo que nos da, y por todo lo que le debemos, sino por encima de ello por todo lo que Él es.
¿Cómo encender ese fervor? Primero, pidiéndolo a Dios, ya lo dijimos.
Segundo, alimentando nuestro espíritu con buenas lecturas, por ejemplo de vidas de santos. Estos pensamientos aflorarán en la oración, y focalizarán nuestra atención en Dios y en las razones para amarlo.
Tercero, recordando sí que ya mucho le debemos a Dios, que sin Él no somos nada, que nuestra salvación depende de que Él nos ayude. Y también teniendo presente que si le pedimos con las debidas condiciones Él nos va a atender y que en este sentido la oración es infalible.
La oración es una ocasión al alcance de todos para tener una audiencia a solas con el más poderoso de los soberanos, alguien que no sólo nos admite en su presencia, sino que está dispuesto a concedernos todo lo que le pidamos en la línea del bien. Esos pensamientos nos deben llevar a orar mucho, y a hacerlo bien.
Finalmente un pensamiento sobre cuanto se debe orar, expresado por la magnífica pluma del P. Antonio Royo Marín, quien resume a Santo Tomás: «La cantidad de una cosa cualquiera ha de ser proporcionada al fin a que se ordena, como la cantidad de medicina que tomamos es ni más ni menos que la necesaria para la salud. De donde hay que concluir que la oración debe durar todo el tiempo que sea menester para excitar el fervor interior, y no más». (3) Si mucho queremos pedir, o si mucho debemos a Dios, pues es común que mucho debamos orar, sin que la oración sea excusa para cumplir otros deberes.
Pero cuidado, fervor no es sinónimo de sensibilidad: fervor en este contexto es movimiento de la voluntad hacia Dios, no consolaciones dulces de los sentidos. A veces se sentirán en la oración esas visitas deliciosas del Señor en el alma, pero a veces no. Depende de lo que Dios quiera dar, a cada uno, en cada momento.
Y también es cierto que la oración a veces puede ser penosa, o requerir un cierto esfuerzo. Es claro, si un monarca poderosísimo nos concede audiencia, pues la preparación de esa visita requiere que nos esforcemos en la preparación de la misma, en nuestra presentación personal, en el pensar las cosas que diremos, etc. Pero también es cierto que con mucha frecuencia, ya en la Sala de Audiencias, seremos nimbados con los dulces y castos placeres que trae el dejarnos conquistar por la presencia de ese distinguido, bondadoso y gran Monarca.
Por Saúl Castiblanco
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(1) Royo Marín, Antonio. OP. Teología de la Perfección Cristiana. Biblioteca de Autores Cristianos. 7ma. Edición. Madrid. 1994. p. 655.
(2) Moradas Primeras I, 7
(3) Royo Marín. Op. Cit. p. 656
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