Redacción (Jueves, 09-02-2017, Gaudium Press) El mundo sufrió, y continúa experimentando, un proceso de cambios rápidos e imprevisibles. Los hombres se alejan de Dios. Nuevas costumbres, nuevas mentalidades y culturas marcan los tiempos contemporáneos. Ya nos decía el documento conciliar Gaudium et spes (4) que, el género humano se encontraba en un nuevo período de su historia, caracterizado por cambios que, extendiéndose por todo el universo, producen una «una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa».
No será exagerado considerar que este fenómeno es mucho más amplio de lo que se piensa. Benedicto XVI, en improvisado discurso en Milán el 4 junio del 2012, al final del VII Encuentro Mundial de las Familias decía que: «Si alguna vez se puede pensar que la barca de Pedro esté realmente en medio de vientos en contra difíciles – es verdad -, sin embargo vemos que el Señor está presente, que el resucitado realmente está vivo y tiene de su mano el gobierno del mundo y el corazón de los hombres».
El mundo de hoy, la cultura moderna, sólo aceptan lo material, lo que nos indique la ciencia y la técnica, cuando no el propio individualismo de los hombres. Quedando como resultado, de esta situación, que Dios ya no interesa.
Este fenómeno de cambios está presionando sobre nosotros, más aún, está entre nosotros. No conseguimos distinguir ni de dónde viene ni lo que pueda venir de él (Benedicto XVI, Sal de la Tierra, p.247).
La causa es impalpable, sutil, penetrante, «como si fuese – en el decir de Plinio Corrêa de Oliveira – una poderosa y temible radioactividad. Todos sienten los efectos, pero pocos podrían darle el nombre y la esencia». Preocupante acción subliminal penetrando en todos los dominios de la vida privada, en los ambientes y en las costumbres; influyendo en las relaciones humanas, y por lo tanto sobre la sociedad.
Viene al caso recordar las memorables palabras del Cardenal Joseph Ratzinger en la homilía de la llamada Misa Pro Eligendo Pontífice, previa al momento en que fue elegido para el Pontificado Romano tomando el nombre de Benedicto XVI: «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!…La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos». (18-4-2005)
De forma progresiva, gradualmente, se va perdiendo, se va atenuando imperceptiblemente, el sentido del pecado, y como terrible consecuencia se pierde la presencia de Dios entre los hombres.
Estos cambios psicológicos, morales y religiosos ejercen una gran influencia produciendo la negación de Dios o de la religión. Pero no sólo eso, también se pretende excluir a Dios de la vida de las personas, «hasta el intento de marginar la fe cristiana de la vida pública», era la afirmación de Benedicto XVI (30-5- 2011).
Juan Pablo II llegó a afirmar que se estaba asistiendo «a una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera (Ecclesia in Europa, 9). Es la triste consecuencia cuando los hombres se olvidan de Dios; ese contexto abre campo, entre otras cosas, a la pérdida de los valores. Esa realidad que, penetrando silenciosamente – porque no la sentimos ya que actúa como una radioactividad – desencadena el relativismo.
Este fenómeno no es nuevo. Ya lo anunciaba muchos años atrás Pío XII en una frase considerada casi proverbial: «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado» (26-10-1946). Lo reafirmaba Juan Pablo II en homilía a jóvenes universitarios: «Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméis liberación y progreso» (26-3-1981). Benedicto XVI constataba que, «con frecuencia, naciones un tiempo ricas en fe y vocaciones van perdiendo su propia identidad, bajo la influencia de una cultura secularizada» (Verbum Domini, 96). Así, se ha ido extendiendo la pérdida del sentido de Dios, y se «evidencia una preocupante crisis de valores morales» (Pontificio Consejo para la Familia, 13-5-1996).
Asistimos pues al entrechoque entre el mundo espiritual y el mundo materialista. Los hombres se alejan de Jesucristo y su santísima Ley, tanto en su vida como en sus costumbres, tanto en la familia como en la vida pública. En este avance avasallador, con una animosidad abierta contra la presencia de la Iglesia con su mensaje evangélico, vemos el intento de expulsar la cultura y la fe cristiana de los pueblos. Relativismo, crisis de fe, apostasía silenciosa, un caminar que lleva a la descristianización de la sociedad contemporánea. Acontecimiento que viene de lejos.
En 1965 Pablo VI hablaba de que «se asiste a un relajamiento en la observancia de los preceptos que la Iglesia», «se habla de ‘liberación’, se hace del hombre el centro de cada culto, se priva a la conciencia de la luz de las normas morales, se altera la noción de pecado», en concreto se pierde «la concepción cristiana de la vida» (7-7-1965).
Nos encontramos en presencia de un gran conflicto, una profunda crisis de fe, que constituye el magno desafío para la Iglesia de hoy. En esta crucial circunstancia, ¿quién es que ejerce influencia profunda en el alma del hombre? La gracia de Dios por un lado, la acción del maligno y las malas tendencias desordenadas del pecado original por otro lado.
Vemos así como, casi toda la humanidad, tiende a dividirse en campos opuestos: con Cristo y contra Cristo. Ante eso es urgente reflejar la belleza de lo divino, dando al mundo testimonios de ejemplo y santidad. Pongámonos en manos de María Santísima, cooperadora en la restauración de la vida sobrenatural de las almas (LG, 61).
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 8-2-2017)
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