Redacción (Miércoles, 01-03-2017, Gaudium Press) El tiempo de Cuaresma nos prepara para las solemnidades pascuales de Semana Santa purificando nuestros corazones en la práctica perfecta de la vida cristiana. Se trata de renovarnos espiritualmente, de cambiar, de mejorar. Lograr lo que se da en llamar una «metanoia», es decir, un cambio de mentalidad, un cambio de corazón, rumbo -evidentemente- al bien. Para que este recorrido cuaresmal, este tiempo litúrgico, sea un caminar para una conversión interior, disponiéndonos a que nos acerquemos al sacramento de la Reconciliación, de la Confesión. Comenzando el miércoles de Ceniza, a través de 40 días, llegando hasta la Misa de la Cena del Señor, en el Jueves Santo.
Importa resaltar que notamos, con el pasar del tiempo, un divorcio entre lo que se piensa y el accionar diario en la vida de los hombres. San Pablo exhortaba a los Romanos (12,1) a que no se amolden con el mundo: «no os conforméis con este siglo». Invitaba a vivir el Evangelio de manera coherente, y que extiendan a la vida cotidiana, a sus formas de ser y de actuar, las enseñanzas que reciben. Que no haya una separación sino, por el contrario, una simbiosis, un prolongarse -por ejemplo – de lo que sienten en una celebración Eucarística hacia la vida diaria. Que esos momentos, esos después, sean una como que prolongación de lo que vivieron y sintieron.
«No os conforméis con este siglo», decía el Apóstol San Pablo en el desierto, Museo de La Rioja, Logroño, España |
Esa ruptura ocurre en los días de hoy en muchos cristianos que no reflejan, en sus maneras, gestos, actitudes, todo lo que sus propios labios afirman. En su forma de vida en general, hay un discordante entre las enseñanzas del Evangelio, los Mandamientos de la Ley de Dios y los preceptos de la Santa Iglesia. Pueden participar habitualmente de las misas dominicales, pero, al salir, encontrándose con el mundo secularizado que los rodea, sus vidas se alejan de esta santa realidad que vivieron apenas un pequeño período de tiempo durante la semana. En la vida familiar, profesional, cultural y social, todo como que se «olvidó»… No se produjo una ósmosis entre lo que creen, y celebraron, con lo que posteriormente viven.
En una de las formas de despedida, terminada la Eucaristía, antes del «Podéis ir en paz», momento en que partirán para su vida cotidiana, el sacerdote dice: «glorificad con vuestras vidas al Señor». Aclamación que invita a que cada uno haga de sus vidas un testimonio misionero continuo, para que la santidad y dignidad de lo que se vive, sea como un insustituible manantial que atrae a los otros. Vida litúrgica y vida cristiana están íntimamente unidas como causa y efecto, son realidades indisociables. Bien afirmaba San Juan Pablo II que: «una liturgia, que no tuviese un reflejo en la vida se volvería vacía y ciertamente no agradable a Dios» (26/9/2001).
Este Papa, seriamente preocupado con la avalancha de cambios culturales que se vivían, decía que urgía restablecer el cuerpo cristiano de la sociedad humana; y que sólo se conseguiría eso con la presencia de testigos de la fe cristiana, testigos que superen, en ellos mismos, «la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida, que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud» (Mane Nobiscum Domini, 34). Para restaurar la vida cristiana en la sociedad, se hace necesaria una coherencia de vida que supere la «fractura» que sufren los hombres de hoy.
Para llegar a esto, enderezando los caminos de la vida, nada mejor que la asistencia dominical a Misa, ahí se obtendrá fortaleza en los corazones para enfrentar las fuerzas del mal que cada vez adquieren un siniestro poderío. Pues siempre, la liturgia dominical, tendrá algo para decirnos al corazón, nos aproximará a una verdadera y profunda acción de Dios en nuestro interior. Intervención que penetrará en la vida cotidiana y acabará siendo, como decía Benedicto XVI, un «servicio para la transformación del mundo (Teología de la Liturgia, p. 470). Destacada misión en pro del «hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo», indispensable compromiso de entrega del corazón a todo momento, en todo lugar. Al empaparnos del auténtico espíritu cristiano nos transformamos a nosotros mismos, y consecuentemente lograremos la transformación de un mundo en serio proceso de descristianización.
Aprovechemos este recorrido cuaresmal para que nuestra vida sea de acuerdo a lo que creemos y defendemos. Que demos testimonio de nuestra fe, no sólo con nuestros labios o palabras, también con nuestra conducta diaria.
El escritor francés Paul Bourget, en su obra «Le Démon du Midi» (1914), afirmaba que «es necesario vivir como se piensa, so pena de, tarde o temprano, acabar pensando como se vive». La integridad, vivir como se piensa, de acuerdo con los principios que se defienden, sin mancha alguna que la ensucie. Mantener la consonancia entre los principios o doctrinas que uno defiende o predica, y la vida concreta de todos los días.
Bien afirmaba el Apóstol San Juan en su carta (2, 3-11): «El que dice: ‘yo lo conozco’ pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está con él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él. El que afirma que permanece en Cristo debe vivir como él vivió».
Que en esta Cuaresma preparemos nuestros corazones, cambiemos de mentalidad, tengamos una «metanoia», pero, con la decisión firme de ser coherentes, y «vivamos como pensamos». Todo lo que hagamos de «sacrificios y ofrendas», no serán nada, no tendrá efecto, si no van acompañadas de un entrega íntima de nuestros corazones a los preceptos de la Iglesia, a los Mandamientos de la Ley de Dios, que son la expresión de la voluntad del propio Dios. Que la Santísima Virgen, Madre Dolorosa, nos lleve siempre a Jesús, Nuestro Señor. Amén.
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 1-3-2017)
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