Redacción (Lunes, 13-03-2017, Gaudium Press) «Felices los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Es la bella promesa hecha por el Salvador en el Sermón de la Montaña. Ella suena a los oídos como el rumor de una fuente de aguas cristalinas.
Ninguna tarea parece más simple y bella, y, al mismo tiempo, tan bien recompensada. Ser compasivo con los otros, ayudarlos en sus necesidades, no son sentimientos nobles, que muchas veces nacen espontáneamente Pues bien, a los que así actúen, espera la benevolencia torrencial de parte del propio Dios.
La misericordia es atribuida a Dios en las Escrituras abundantes veces, como siendo la bondad gratuita y copiosa, distribuida por la dadivosidad divina. Es, por así decir, el contrapeso de la justicia, virtud por la cual se da a cada uno lo que le es debido: ‘suum cuique tribuere’. Por eso, afirma Cornelio a Lapide: «misericordia justitiam dulcorat et temperat». [1] El Señor, como se lee en el Éxodo (34, 6-7), es «misericordioso y clemente, paciente, rico en bondad y fiel, que conserva la misericordia por mil generaciones y perdona culpas, rebeldías y pecados, pero no deja nada impune, castigando la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación».
Sin embargo, si buscásemos explicitar en qué consiste la misericordia, no sería fácil obtener un consenso, incluso entre los católicos. Para unos sería un noble sentimiento de solidaridad, para otros la práctica de la limosna, o, todavía, una vaga filantropía basada en acciones de carácter social y benéfico. Al final, ¿cuál es la misericordia a la que hace referencia Jesús en el Evangelio?
Antes que nada, esta consiste en la generosidad del Padre del Cielo, que sobrepasa todos los méritos de los hombres, incluso los de los más perfectos. Él, en su infinito desvelo, nos premia con tesoros de gracia y de gloria, imposibles de ser conquistados con nuestras buenas obras. No hay penitencias, ni actos de heroísmo, por más arduos y audaces, capaces de tornar al hombre digno de la visión de Dios por toda la eternidad. Por esa razón, San Pablo estimaba en nada los padecimientos de esta vida, en comparación con la gloria que nos espera (cf Rm 8, 18).
Para merecer tal premio, Jesús enseñó a sus discípulos – por sus palabras y ejemplos – el buen camino. El Divino Maestro indica a sus seguidores la necesidad de ser, a su vez, pródigos y bondadosos en relación a sus prójimos, dándoles más de lo que merecen por justicia. La parábola del siervo inmisericorde lo muestra con toda la clareza. La falta de perdón por una pequeña deuda compromete la gran clemencia concedida por el Señor, que lo reprende diciendo: «Siervo malvado, yo te perdoné toda tu deuda, porque me suplicaste. ¿No debías tener tú también compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18, 32-33) Es la esencia de la misericordia a ser practicada por los cristianos, si desean recibir el premio de la liberalidad divina.
Y, más que la limosna, el alimento corporal, el abrigo y otras acciones tan nobles, Jesús nos enseña la práctica de una misericordia espiritual. El Reino de Dios, tal como oímos de sus labios, se basa en el perdón de las ofensas, en la dedicación de la existencia al bien del prójimo, en la evangelización, en el dar la propia vida a fin de sacar a los hombres de las tinieblas de la ignorancia y obtenerles la salvación. Tales actitudes las puso en práctica, y con suma perfección y celo, el Divino Maestro. Recordemos apenas un conmovedor episodio: la salvación otorgada al ladrón arrepentido en lo alto del Gólgota.
Dimas, como lo llama la tradición, atado a su bien merecida cruz, mostrara una profunda humildad, reconociendo su culpa y confesando la inocencia de Jesús. Y, en premio por su actitud sumisa, recibió el don de la fe, pues, viendo delante de sí un crucificado, desfigurado y moribundo, lo proclamó Rey de un poder superior a la misma muerte: «Jesús, acuérdate de mí cuando comenzares a reinar» (Lc 23, 42). En aquel trágico momento la fe del ladrón fue mayor que la de los propios apóstoles, cobardemente ausentes. Sin embargo, el Divino Redentor a la fe agregó la promesa de la salvación, mediante un solemne juramento: «en verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). ¡Qué abismo de bondad, hacer de un granuja y delincuente, un heredero del Reino de los Cielos! Sí, Jesús, con entrañas de misericordia, abrió el cielo a un pobre ladrón, humillado por sus culpas. Es la obra de misericordia por excelencia: transmitir la Fe verdadera y, con ella, hacer entrar el Sol de Justicia en la vida de nuestros prójimos.
Los Heraldos del Evangelio, conscientes de las carencias espirituales de tantos jóvenes y adultos, contemplan el ejemplo de Cristo en lo alto de la Cruz, y buscan entregar a Él sus vidas – como Él lo hizo por los pecadores -, poniéndolas al servicio del prójimo, en un gran proyecto de misericordia, cuyo Inspirador y Autor no es otro sino el Divino Maestro, sin el cual nada de bueno se hace (cf Jo 15, 5).
Formar, desde el punto de vista humano y cristiano, transmitir la Fe católica en los seminarios mayores y menores, en las escuelas, los hospitales, la catequesis y, además, proporcionar auxilio material, he ahí las obras de misericordia ejercidas por esos seguidores de Cristo.
Por P. Carlos Javier Werner Benjumea, EP
(in «Retrospectiva 2013-2014»)
…………………………………………………………………………………
[1] Commentaria in quatuor evangelia. Roma: Marietti, 1941, p. 201
Deje su Comentario