martes, 26 de noviembre de 2024
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El Jesús de Bloch

Redacción (Viernes, 24-03-2017, Gaudium Press) Para hacernos una idea del porte, la estatura, fisionomía y aspecto físico de Jesús, basta leer los Evangelios. De ellos se deduce por gracia de Dios hasta el timbre de su voz, su mirada y el aroma de sus ropas. Solamente hay que ser humildes y tener buena fe. Nuestro Señor debía producir una buena impresión y atraer la atención de los que lo conocían.

Descendiente de David a quien las Sagradas Escrituras describen de bello porte y distinción, Nuestro Señor daba para ser tenido como un príncipe aunque fuese de una casa real ya empobrecida y sin ningún poder político. La escena en la sinagoga de Nazareth nos describe un momento en que todos los presentes tenían los ojos puestos en él. Para leer el trecho de las escrituras -que frecuentemente era cantado en una especie de tono recto- el lector se cubría con el manto la cabeza. Una vez comenzada su prédica, los asistentes, dice el Evangelio, se preguntaban de dónde sacaba esa sabiduría. Hablaba con autoridad, ciertamente, esto quería decir que estaba seguro de lo que decía, su inflexiones de voz debían ser perfectas, persuasivas, convincentes, serenas. Todo eso tenía que impresionar e infundir respeto. Sus gestos y modales eran naturalmente sagrados, impregnados de majestad y grandeza. Es obvio que esto atraía también irresistiblemente a las multitudes que se amontonaban alrededor de él. No podía ser únicamente a la espera de un milagro o prodigio, su presencia contribuía mucho y las prédicas impresionaban.

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Pero es de la humana condición caída que padecemos, que convivir con una persona que al principio hemos admirado y nos impresiona bien, desgasta poco a poco e imperceptiblemente, aunque en unos más rápido que en otros y de forma consciente, la admiración inicial. En términos más crudos, banalizamos sus cualidades y tendemos a registrar aspectos de su presencia o personalidad que muy frecuentemente son apreciaciones subjetivas porque entramos a compararnos con ella o a compararla con otros modelos que llevamos medio subconscientemente. Es algo como que inherente al relacionamiento humano por causa de nuestro amor propio que en algunos casos nos subyuga hasta la egolatría.

Nuestro Redentor ciertamente atrajo mucho la atención de la gente que lo veía y escuchaba. Parece ser que después de lo que sucedió el día del bautismo en el Jordán y la proclamación de san Juan allí, la misma luz que resplandeció en forma de paloma y el eco de esa voz arroparon la personalidad del Señor en forma tal que se hizo irresistiblemente atractivo sobre todo para aquellos pocos, preocupados y pensativos que esperaban el cumplimiento de las promesas y al Mesías sin haber desfallecido nunca y no había relativizado o adaptado a su entender las Sagradas Escrituras. Aquellos pocos que todavía execraban desde lo más hondo de su corazón el estado de decadencia moral del mundo pagano cada vez más podrido y la gradual como lenta decadencia del propio pueblo judío, cada vez más contaminado de las costumbres del «establishment» greco-romano lujurioso y hedonista.

El cuadro de la predicación de Carl Bloch

Es lo que el pintor danés Carl Bloch (1834-1890) atrapa muy realistamente en su cuadro de la predicación de Jesús en el monte de las bienaventuranzas. Allí se ven todo tipo de actitudes y atenciones ante lo que dice el Maestro. Hasta el niño que intenta coger la mariposa que posa en la cabeza de la que puede ser su madre, es una expresión de una inocencia a su gusto en un lugar donde se siente bien. Hay hombres pensativos pero atentos, otros contemplativos, más allá preocupados, admirados, sorprendidos e incluso uno que otro desconfiado. Bajo una orden de Jesús, el viento llevaba y ampliaba la voz para que fuera escuchada por todos. Y si algunos no le oían, simplemente le veían e intuían la enseñanza que les daba. Se puede imaginar que terminada la prédica Jesús se puso de pie, juntó las manos mirando al cielo e invocó una bendición del Padre para el pueblo. Cuando comenzó a descender se le acercaban para pedirle favores sobrenaturales, curaciones, consuelos y consejos. Los ángeles de la guarda también habían cumplido su papel con toda aquella gente humilde y mansa, con corazón y de buena fe, que nunca perdieron la esperanza de ver al Mesías. En ese momento todos estaban tan asumidos por la admiración generosa que parecían santos.

Por Antonio Borda

 

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