Redacciòn (Miércoles, 29-03-2017, Gaudium Press) -Lo que tú haces, eso a que tanto te dedicas, no sirve para nada. No produce dinero. O al menos el suficiente para vivir. Cambia de trabajo. Nos vamos a morir de hambre.
El hombre, de casi 40 años se avergonzó confuso sin saber que responder. Realmente hacía ya casi dos meses que no recibía ningún encargo y debían dinero en la tienda de abarrotes del vecindario, que lo apreciaba mucho. A punta de estudios y diseños heráldicos primorosos y muy bien documentados, había conseguido cierto prestigio en la ciudad, además de cómo sostener a su pequeña familia. Sin embargo ahora la situación estaba terrible y hacía un buen tiempo que nadie se interesaba en saber y conocer el origen e historia de sus propios apellidos. Fernando complementaba ese oficio con retratos, pinturas de paisajes y animales. Eran famosos sus óleos de niños campesinos y expresivas cabezas de caballos.
-Soy un artista, respondió en voz baja y mirando al suelo. Su mujer bufó con sorna como espantándose algo de la cara. El arte no da para comer. Cambia de oficio, volvió a decirle delante de los dos hijos que no entendían el alegato a cada momento más agitado. Ellos vivían maravillados con las pinturas y los escudos. Los dos habían resultado con dotes muy buenas para el dibujo y eran apreciados en la escuela. La decoración para los días festivos y las conmemoraciones corrían por cuenta de ellos. No se habían percatado que todos en la casa se alimentaban y vestían del arte de su papá al que admiraban sin condiciones. Nunca habían notado la precariedad en que vivían y llevaban como lo más natural no estar estrenando a cada rato ropas o zapatos como notaban en algunos de sus compañeritos. Su modesta comidita diaria o la pequeña merienda para el colegio les era suficiente. Su imaginación volaba detrás de las cosas bellas que veían, las analizaban y en algún momento alguno de los dos terminaba dibujándolas con lápices de colores que nunca les faltaban porque papá se los suministraba siempre.
Por fin mamá un día estalló viendo al menor pulir cuidadoso un dibujo muy colorido de unos cisnes en un lago.
-¡No vas a ser como tu papá! Gritó. Te vas a morir de hambre. El mayorcito que estaba en otra habitación se acercó a ver lo que su hermanito dibujaba. ¡Está maravilloso, Nacho! ¿De dónde lo copiaste? De aquí dijo el niño tocándose la frente. Me estás ganando. Mira que yo no he podido dibujar lo que se me ocurra y todavía siempre copio algo. En ese momento entró el papá y se pusieron a conversar acerca del dibujo. El niño mayor elogiaba las líneas tan firmes y el papá la combinación de colores y los matices que había logrado a punta de lápiz. Nacho preguntaba si el movimiento que le había dado a los cisnes se veía natural. ¡Perfecto! exclamó papá entusiasmado. ¿Cómo lograste ese fondo de atardecer? Preguntó el mayor. Bueno, dijo Nachito, confieso que ese sí lo copié pero le agregué de mi cuenta el ocre encendido con este lápiz amarillo y el rojo oscuro. ¿Lo ves? No se me habría ocurrido esa combinación dijo el niño mayor. Esta fenomenal, agregó.
Mamá escuchaba en silencio y muy atenta la conversación mientras guardaba ropa en un closet. Pensativa salió a la cocina y al rato llamó a la cena en la mesita del comedor. Era una pobre sopa de coles y un pedazo de pan de trigo. Los niños consumieron la humilde porción sin dejar de conversar y analizar el dibujo que Nacho trajo a la mesa. Terminada la sopa en seguida se levantaron y fueron corriendo a la habitación para seguir puliendo entre los dos el dibujo. ¡Gracias mami, estaba deliciosa! dijeron al tiempo. Ni notaron la pobreza del alimento, pero era la rica sopita de mamá. Papá en silencio y pensativo terminaba su plato. Su esposa se sentó al lado para comenzar a cenar. Él notó que ella tenía los ojos en lágrimas. La miró con ternura apretándole una mano. Al fin ella dijo que se sentía feliz y la verdad era que admiraba mucho a sus tres artistas muy pobres pero dichosos, y agradecía a Dios tenerlos junto a ella tomando la sopa de coles que les había preparado: «No voy a destruir esta amorosa paz».
«¡Dios proveerá! ¡Dios proveerá!», suspiró también Fernando.
Por Antonio Borda
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