Redacción (Miércoles, 19-04-2017, Gaudium Press) Ella comenzó a contar la corta historia a sus hijos y sobrinos con voz matizada y dulce para atraer así mejor la atención. Se trataba de una entonación que fascinaba a los niños haciendo que su imaginación comenzara a volar rumbo a lo maravilloso.
Les contaba de tres saludables y modestos muchachitos pobres de poca educación, sentados una tarde otoñal en la banca de un parque que -pasando la calle, daba al frente de un magnífico hotel. Era en París, en los tiempos más bellos de la dulce Francia de castillos y carruajes dorados. Conversaban trivialidades y algunas veces reían estruendosamente de algo.
Al poco rato vieron acercarse a buen paso de caballos blancos magníficamente aperados con gualdrapas coloridas y penachos blancos, una hermosa carroza principesca que lucía en sus pequeñas puertas el escudo de armas de un linaje conocido en todo el país. Al instante se detuvo frente al majestuoso portal del hotel y dos diligentes criados de librea y tricornio con los colores heráldicos de aquella familia, saltaron para abrirle la portezuela, desplegarle la pequeña escalerilla y ayudar a bajar al ocupante que ciertamente era un joven noble al que ellos alcanzaron a distinguir de lejos en la ventana del carruaje.
Joven de muy bella presencia y elegantemente vestido. Como era de esperar los tres rapazuelos se acercaron a curiosear. Y el personaje comenzó a descender con cierta lentitud cogiéndose dificultosamente del marco de la puerta, después de la portezuela ya abierta y finalmente de la mano de uno de los lacayos con librea, bajó por la escalerilla arrastrando sus dos piernas casi muertas e inertes; uno de los ayudantes le extendió un par de pequeñas muletas y le ayudó a cuadrarse el tricornio emplumado. Apoyado y con dificultad avanzó hacia la entrada casi arrastrándose: estaba afectado por la temible poliomielitis y sus dos piernas prácticamente no le servía para nada.
Aquí, mamá Lucilia hizo una pausa y dejó bajar un breve silencio ante su infantil auditorio pasmado de asombro. El joven noble -continuó ella casi en voz baja, se tocó elegantemente su fino tricornio de terciopelo azul celeste como saludando a los tres muchachos, y con una sonrisa discreta les hizo una ligera reverencia. En seguida avanzó solo, apoyándose en las muletas pero con una naturalidad y dignidad tan sorprendente para los tres testigos, que los que se sentían en muletas eran ellos.
Nobilísimo y elegante, no reflejaba en su rostro blanco y terso un tanto rubicundo, ni en la mirada brillante de su dos ojos azules, ningún resentimiento ni reclamo a nada de la vida. Se veía tranquilo, incluso feliz. Sin pena de sí mismo ni amargura en la expresión, el joven noble semi-paralítico parecía que agradecía a Dios que al menos tenía fuerzas para manejar sus muletas y arrastrar sus piernas muertas. Los tres muchachos en silencio y muy atentos, parecían estar viendo el paso de una imagen de Jesús en la procesión de Semana Santa.
Antes de entrar, el joven noble se volvió hacia uno de sus ayudantes y con un gesto muy cauto y reservado le hizo una pequeña señal. El hombre en seguida se acercó a los muchachos y extrajo de una bolsa de gamuza leonada tres relucientes Luises de plata que les entregó con sonrisa casi paternal. Conmovidos y con mucha gratitud hicieron una profunda reverencia llena de respeto y consideración a aquel benefactor inválido que junto con las monedas les dejo una lección de la vida.
Los niños también quedaron en silencio cuando Doña Lucilia terminó la historia. Su pensamiento infantil volátil y ligero, pareció volverse denso, pausado y lento para considerar con profundidad lo que habían escuchado. Después de una pausa comenzaron a hacer inocentes preguntas para saber más de la vida del lisiado jovencito noble, y de los tres robustos y saludables plebeyitos.
Por Antonio Borda
Deje su Comentario