Redacción (Viernes, 21-04-2017, Gaudium Press) Se encontraba un cartujo, cierta vez, cavando en el exterior de su convento cuando, inesperadamente, se deparó con un bulto. Era el cuerpo de un monje allí enterrado hacía mucho tiempo, pero que se conservaba incorrupto, como si estuviese vivo, al punto de haber chorreado sangre fresca de él cuando el hermano le golpeó con su pala. Lleno de emoción, el religioso corrió a comunicar el milagro al padre superior, el cual, sin perder la serenidad, le dijo: «Volved a cerrar el pozo».
Tal episodio, que llegó hasta nosotros conservando el anonimato de sus protagonistas, bien podría haberse dado en la Cartuja donde falleció su santo fundador -el Eremo de Santa María de la Torre, en Calabria -, pues forma parte de la regla ser enterrados sin más cajón que su propio hábito y sin más epitafio que una cruz.
Esta orden religiosa, fundada por San Bruno el 15 de agosto de 1084, atravesó los siglos sin sufrir cambio en sus estatutos: «numquam reformata quia numquam deformata – nunca fue reformada, porque nunca fue deformada». Hasta hoy, sus conventos brillan por una misma forma de vida contemplativa, en la cual la austeridad de la penitencia, el silencio, el trabajo manual y la oración comunitaria se funden, transformando la vida de sus integrantes en un holocausto de agradable perfume que se desprende hasta Dios.
El lugar donde San Bruno vivió sus últimos años se encuentra en una región montañosa, regada por ríos y pequeños lagos. En ciertas estaciones del año, la neblina y el frío realzan y enaltecen el envolvente misterio del lugar. Difícilmente se encuentran en el mundo parajes como este, donde la voluntad de volver el espíritu a Dios en oración despunte de manera tan intensa y profunda. En sus jardines hay, sin duda, una discreta acción del Espíritu Santo, invitándonos a elevar la mente rumbo a las montañas eternas.
Entretanto, lejos de destacarse del resto de la Iglesia militante, la Cartuja de la Sierra de San Bruno, embebida sobremanera del carisma de su fundador, rige la vida de la ciudadecilla que la circunda, visto que, aunque radical en su alejamiento del mundo, la orden impregna con su sacralidad a los que por ella se dejan influenciar.
– ¿Es la primera vez que estáis viniendo? – nos preguntó un ¬montañés de la región
– Pues volveréis, porque San Bruno atrae, ¡él os empuja!
Y así fue. Apenas algunos minutos de paseo por los bosques que circundan el monasterio bastaron para descubrir cuánto puede hablar el silencio sin precisar de palabras y cuánto la soledad lleva a convivir con el propio Dios. En este ambiente invadido de gracias, hasta el rigor del trabajo y la penitencia se dulcifica en el contacto con el mundo sobrenatural, incomparablemente superior a aquel que palpamos.
Después de haber conocido esta Cartuja, pudimos comprender mejor las palabras proferidas por el Divino Maestro: «María escogió la mejor parte, que no le será sacada» (Lc 10, 42)… Las almas que se dejan arrebatar por la contemplación «son el resorte oculto, el motor que da impulso, en esta Tierra, a todo cuanto dice respecto a la gloria de Dios, al Reino de su Hijo y al cumplimiento perfecto de la voluntad divina».
Una lápida del museo de la Cartuja de San Esteban, perteneciente al mismo complejo religioso, resume todo lo que allí se experimenta, en una bellísima frase de San Bruno: «Aquí, por la fatiga del combate, Dios da a sus atletas la deseada recompensa, esto es, la paz que el mundo ignora y la alegría en el Espíritu Santo».
Por la Hna. Lucía Ordóñez Cebolla, EP
(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo 2016)
Deje su Comentario