sábado, 23 de noviembre de 2024
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Madrid conmemora el Centenario de las Apariciones de Fátima

Madrid (Lunes, 05-05-2017, Gaudium Press) Una solemne y multitudinaria Eucaristía celebrada en la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, fue el acto principal con el que se conmemoró en Madrid el Centenario de las Apariciones de la Virgen en Fátima. Organizada por los Heraldos del Evangelio, la Misa fue presidida por el Cardenal arzobispo emérito de Madrid, D. Antonio María Rouco Varela y concelebrada por el obispo auxiliar, D. Juan Antonio Martínez Camino, S.J. -quien tuvo a su cargo la Homilía- y quince sacerdotes, entre los cuales el Vicario General, tres Vicarios Episcopales, el Deán de la Catedral, varios párrocos y varios sacerdotes de los Heraldos del Evangelio.

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Terminada la Eucaristía fue realizada una procesión por la Plaza de la Almudena frente a la Plaza de la Armería del Palacio Real. Antes del Besamanos de la imagen, en el atrio de la Catedral, el Cardenal Rouco pronunció unas palabras recordando la importancia de la devoción a la Santísima Virgen y lo que esto implica.

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Ofrecemos aquí la homilía de Mons. Martínez Camino:

Queridos señor Cardenal, Arzobispo emérito; señor Vicario General; señor Deán y demás vicarios; sacerdotes concelebrantes; miembros de los Heraldos del Evangelio.

Queridos hermanos todos en el Señor:

«El que cree en mi -dice el Señor- también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 12).

Sí, queridos amigos, el siglo de Fátima es un siglo de grandes obras de Dios a través de sus elegidos, pues Jesucristo es el Señor de la Gloria y el Señor de la historia. Son obras incluso mayores que las que Jesús hizo en el tiempo de su vida mortal. Porque ahora, después de su Cruz y de su Resurrección, Él no se ha marchado a un cielo supuestamente lejano. No. Con su Cruz y Resurrección Nuestro Señor ha vencido al señor de este mundo, vence al pecado del que seguimos amenazados y heridos, vence a la muerte. Esta historia nuestra, la de cada uno de nosotros y la de la Humanidad entera, está en sus manos. Su triunfo es seguro. El triunfo de su Corazón misericordioso; y el triunfo del Corazón inmaculado de su bendita Madre.

En esta Eucaristía damos gracias a Dios por las grandes obras del siglo de Fátima.

1. Obra suya admirable fue que -en 1917, cuando los jóvenes de Europa morían en las trincheras de la Primera Guerra Mundial- el Amor todopoderoso quisiera mostrarse por medio de María para atraer al mundo hacia Él; para llamar de nuevo a la conversión a una Humanidad que seguía -y que sigue- viviendo como si no hubiera sido ya redimida; que seguía viviendo como esclava del pecado y de la muerte. Ahí está ella -la Virgen de Fátima- la Mujer en la que el Altísimo había hecho obras grandes y por la cual, quiso y quiere seguir haciendo obras grandes para que nadie se pierda, para que no olvidemos que hay esperanza. ¡Te damos gracias, Señor!

2. Obra de Dios -muy típica de Él- es haber escogido a tres pequeños, a tres niños buenos, pero humanamente insignificantes, para hacerlos portadores de sus designios de salvación, de su secreto de Amor. Obra del Señor , que… «derriba a los potentados de sus tronos y enaltece a los humildes»: obra divina por María. Lucía, Francisco y Jacinta asintieron al plan de Dios y colaboraron con Él. Se ofrecieron por entero, como la Virgen les pedía, a la obra de Dios. Sufrieron por ello. Fueron menospreciados e incluso encarcelados. Pero así no hicieron más que traer a nuestra historia aquellas obras mayores predichas por el Señor a quienes creen en Él. Lo acaba de reconocer hoy mismo la Iglesia del modo más solemne posible, cuando el papa Francisco ha declarado y definido santos a Francisco y a Jacinta. ¡Te damos gracias, Señor!

3. Obra de Dios ha sido y es, sin duda, ese ejército incontable de personas de todas partes que, acogiendo la llamada de María, han ofrecido sus vidas al Señor por la salvación del mundo. ¡Tantas almas que han ofrecido y ofrecen sacrificios voluntarios, incluso la ofrenda de la propia vida, consagrándola a Dios y a su obra salvadora como sacerdotes, religiosos y consagrados! ¡Tantos que, movidos por la Virgen de Fátima y sus santos pastorcitos, han comprendido el valor redentor del sufrimiento libremente asumido y unido al sufrimiento de Dios mismo en la Cruz del Hijo eterno! ¡El valor de las pequeñas cruces cotidianas o de otras mayores que tengamos que abrazar con Cristo! ¡Tantos que han orado sin descanso como nos pide el Señor y repite la Virgen del Rosario de Fátima! El siglo de Fátima ha sido un tiempo especial de oración y de penitencia. Es un tiempo en el que -según la palabra del apóstol Pedro que acaba de ser proclamada (1 Pe 2, 4-9)- muchos bautizados, «como piedras vivas» han entrado en la construcción de la Iglesia «como una casa espiritual» ofreciendo «sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo». ¡Te damos gracias, Señor !

4. En fin: obra admirable de Dios es cómo su Misericordia infinita se ha hecho presente en un siglo sin misericordia, en un siglo dramático, marcado por las guerras y las violencias mayores de la historia; jalonado por centenares de millones de inocentes que han sido víctimas del orgullo satánico aduezado del poder y encarnado en sistemas totalitarios que prometieron libertad y progreso y trajeron esclavitud y muerte a Europa e incluso al mundo entero. Esos tiempos sin misericordia humana han experimentado tal vez como nunca la Misericordia divina a través de tantos y tantos testigos del perdón, que han entregado sus vidas con palabras de amor para sus verdugos y para sus enemigos. Son las obras mayores de las que nos habla el Señor: Las obras de millones de testigos, de mártires; obras que comenzaron a producirse enseguida después de la Resurrección -los Hechos nos hablan hoy de Esteban, el primer mártir (Hch 6, 1-7)-. Nunca ha abandonado a la Iglesia la obra de los mártires. Pero el siglo de Fátima ha sido el siglo de los mártires por excelencia. El Señor ha querido estar de ese modo cerca de este tiempo dramático. Así lo vio y así lo anunció san Juan Pablo II, el papa de los mártires del siglo XX, también él mismo testigo de sangre y testigo de la Misericordia, como recuerda la bala que atravesó su cuerpo el 13 de mayo de 1981 y que él mismo dejó en la corona de la Virgen de Fátima. Los gulags y los campos de concentración se han cerrado; los muros han caído. Pero hoy tenemos más santos. ¡Te damos gracias, Señor!

«El que cree en mi también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 12).

Queridos amigos:

Hoy se cierra el siglo de Fátima. Se cierra con san Franciso y santa Jacinta Marto, los pastorcitos de la Cova de Iría. Pero el mensaje de Fátima sigue abierto y vivo. La Virgen sigue invitándonos a la conversión, a la oración y a la penitencia. Sigue abierto el tiempo de las grandes obras de Dios para nosotros y con nosotros.

Ella es la Madre que nos muestra la luz de la Gloria divina, la cercanía de su Amor infinito por cada uno de nosotros. El mundo sigue necesitado de la oración y de vidas unida al sacrificio redentor de Cristo. No hay otro modo de salvación: solo Él es el camino que nos conduce a la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6). Participamos en la Santa Misa, para unirnos a Él, para darle gracias por las maravillas que ha hecho y que hace en favor de su Pueblo y de cada uno de nosotros. Para darle gracias por María y con María. Amén.

 

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