Redacción (Martes, 23-05-2017, Gaudium Press) La resurrección del hijo de la viuda de Naím muestra la extrema bondad del Señor.
Recordemos que «Naím era una ciudad pequeña de Galilea (…) a 12 kilómetros de distancia de Nazaret» (1). Jesús iba subiendo hacia esta ciudad, acompañado de gran multitud, cuando se encuentra con el cortejo fúnebre del hijo único de una pobre viuda desconsolada.
Normalmente, el Señor operaba los milagros a instancias del necesitado. Pero en esta ocasión «sucedió algo diferente: el propio Jesús toma la delantera». El conocía perfectamente el dolor que sufría la viuda, y sabía los riesgos a que se exponía al quedar sola en el mundo, y por ello «Él tocó el féretro. Los que estaban conduciendo al difunto se detuvieron sorprendidos, percibiendo que algo inusitado iba a suceder, ya que tan solo a ellos era permitido tocar el ataúd, pues ‘se reputaba inmundicia en los hombres cuanto estaba corrompido o expuesto a corrupción. Y como la muerte es corrupción, el cadáver se consideraba como inmundo’. (…) Sin embargo, Nuestro Señor -y este es un punto fundamental- no tuvo ni repugnancia ni recelo de tocarlo».
El Señor entonces, toca lo inmundo, y opera un milagro con una fórmula que evidenciaba que lo hacía por su propio poder, con su autoridad divina: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!». (Lc 7, 14) Era el mayor milagro operado por Jesús hasta el momento.
En una delicadeza extrema, el Señor entrega el muchacho a su madre, y «todos sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: ‘Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo’ » (Lc 7, 16). Sintieron miedo, según explica Mons. João Clá, EP, porque «a pesar de conocer la existencia de Dios por la Revelación, muchos vivían sumergidos en el ateísmo práctico, lejos de sus pensamientos y obras. Hablaban de Él, pero procedían como si no creyesen en Él. En aquel momento, sin embargo, sintiendo su proximidad, es muy probable que la conciencia se haya despertado en el interior de cada uno, señalándole las propias miserias y censurándole las faltas cometidas en el pasado».
Todo el hecho es extremente bello y revelador de la bondad de Jesucristo. Pero también tiene un significado místico.
Después del pecado original la humanidad se encontraba en una situación de postración; «la justificación apenas podía ser alcanzada por medio de la fe (cf. Rm 4, 9; Hb 11, 7); e incluso, si llegasen [los hombres previos al nacimiento del Redentor] a caer en alguna falta grave, perdiendo la gracia por debilidad humana, sólo les sería posible restaurarla a través de grandes y prologadas penitencias. Aun así, nada, ni siquiera la práctica de la ley, les garantizaba la reconciliación Dios y la recuperación de la vida sobrenatural». Por tanto, una situación análoga a la del hijo de la viuda de Naím.
Pero con la llegada del Salvador, la humanidad encuentra su ‘resurrección’: «Nuestro Señor Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se compadeció de los que permanecían envueltos en las tinieblas y en la sombra de la muerte (cf. Lc 1, 79)» y al encarnarse y morir por nosotros trajo «la vida de la gracia, que es infundida en los corazones de los fieles, como Él mismo dirá: ‘Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia’ (Jn 10, 10). Al asumir la naturaleza humana y hacerse nuestro hermano, Jesús nos coloca en una condición superior a la de nuestros primeros padres, pues en el Paraíso, antes del pecado, no tenían al Salvador, que nos proporciona caudales de gracias actuales, se queda entre nosotros como alimento y nos lega el precioso donde los Sacramentos, para mantener la vida sobrenatural instaurada por Él».
La vida de la gracia, que llega a los torrentes con la venida del Señor, ‘devuelve’ el alma al cuerpo de una humanidad pecadora, como Jesús lo hizo con el hijo joven de la viuda. Pero incluso más, pues la gracia está muy por encima de la naturaleza sin pecado. En la misma línea es lo que debemos suponer que ocurrió con el hijo de la viuda, que tras la resurrección del Señor tuvo una salud como nunca antes.
Es pues el contacto con el Señor y su gracia, que nos vivifica con plenitud, y nos prepara para enfrentar todas las adversidades, rumbo a la vida plena en el cielo.
Por Carlos Castro
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(1) Las citas son tomadas de Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, Lo Inédito sobre los Evangelios – Comentario a los Evangelios dominicales – Ciclo C – Domingos del Tiempo Ordinario. Libreria Editrice Vaticana. Vaticano. 2012.
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