Redacción (Jueves, 25-05-2017, Gaudium Press) Ya en su vida pública, el Señor fue a Nazaret, donde había pasado cerca de 30 años tras regresar de Egipto. Allí «cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: ‘¿De dónde saca todo eso?’ » (Mc 6, 2).
Comenta Mons. João Clá Dias, EP, (1) que la primera reacción de su coterráneos «fue de admiración general; tan ricas, densas y originales debían haber sido las palabras pronunciadas por el Salvador». Aprovecha Mons. Clá este texto evangélico para hacer una minuciosa descripción de las diversas reacciones de la psicología humana ante la superioridad:
De hecho [la admiración] es éste el primer movimiento de cualquier criatura humana en sus relaciones sociales cuando encuentra a alguien que destaca a justo título. Pero a continuación en razón del instinto de sociabilidad que nos impele a entrar en contacto con los demás, la inevitable tendencia natural es la comparación: ‘¿Sería yo también capaz de realizar lo mismo?’. El contenido afirmativo o negativo de la respuesta determinará como consecuencia inmediata una redacción interna de alegría o de tristeza».
En caso afirmativo [si creemos que somos capaces de hacer lo mismo], nos pondremos contentos al juzgarnos aptos para igualar, o incluso superar, al otro. Y podemos adoptar dos actitudes; una buena, la de comprender que se trata de un don gratuito de Dios -pues el Espíritu Santo reparte sus dones ‘a cada uno en particular como Él quiere’ (1 Cor 12, 11)-, y tenemos el deber de usarlo para ayudar a los demás en su santificación (…); y otra mala, de orgullo, despreciando el mérito de los demás».
En caso negativo [si creemos que no somos capaces de hacer lo mismo], sentiremos tristeza al constatar nuestra inferioridad. Y aquí también son posibles dos actitudes. La primera, buena, consiste en pasar por alto esa instintiva tristeza y admirar la cualidad ajena, encantándonos con su superioridad. La segunda, mala, tener cierto resentimiento, consecuencia de la envidia ante el mérito del otro».
Era patente que los nazarenos no tenían posibilidad de igualar las maravillas que operaba el Redentor. Y ellos, en lugar de admirar envidiaron, quisieron «destruir el bien visto en el otro, juzgando que éste les hacía sombra. Tal es la naturaleza humana».
Envidia, mediocridad y egoísmo están íntimamente unidos. Así ocurrió con el Señor: «Esta ceguera espiritual es fruto de la mediocridad. El mediocre nunca reconoce los valores que no le conciernen; es archiegoísta. Y todo egoísta es mediocre, porque son defectos recíprocos e inseparables. La mediocridad lleva al individuo a no querer prestar atención a nada que pudiera ser superior a él. Y luego a intentar denigrarlo».
Diferente debería haber sido la actitud de los nazarenos. La de admirar aquello que era maravilloso y que admiraron en un primer instante, pues el primer movimiento ante la maravilla es el maravillamiento. Ese movimiento los hubiera unido a Dios, porque toda maravilla viene de Dios. Pero no, prefirieron seguir el otro camino. Porque ante la maravilla se abren dos caminos, con destinos eternos:
«Al igual que se une a Dios el que ama un bien superior más que a sí mismo, quien se ama a sí mismo sobre todas las cosas y más que a Dios, se vincula al demonio. Así que, en ese sentido, el límite que separa el Cielo del infierno se traza con una palabra: admiración. La admiración a algo superior me acerca al Cielo; y la admiración a mí mismo, al infierno».
Por Saúl Castiblanco
(1) Las citas son tomadas de Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, Lo Inédito sobre los Evangelios – Comentario a los Evangelios dominicales – Ciclo C – Domingos del Tiempo Ordinario. Libreria Editrice Vaticana. Vaticano. 2012.
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