Redacción (Miércoles, 31-05-2017, Gaudium Press) El impío Antíoco Epífanes, Rey de Siria, invadió Egipto «con un ejército imponente, con autos y elefantes, caballería y muchos navíos» (I Mc 1, 17). Y el soberano de esa nación, Ptolomeo VI, huyó. Era el año 170 a. C.
Caballeros con trajes dorados
En esa época, Jasón, hermano del verdadero sumo sacerdote Onías y que comprara ese título de Antíoco Epífanes, envió un tal Menelao para llevar el dinero al rey; pero, ofreciendo al monarca una cuantía mayor, Menelao consiguió para sí el sumo sacerdocio.
Munido de ese cargo, el simoníaco Menelao se tornó un tirano cruel con «el furor de un animal salvaje» (II Mc 4, 25), expulsó a Jasón del país y robó tesoros del Templo para pagar lo que prometiera a Antíoco.
Onías se encontraba en esa ocasión en Antioquía, capital del reino sirio, y sabiendo de esos hechos, censuró duramente a Menelao. Este, envió un emisario a Antioquía, el cual asesinó al valeroso Onías.
Y Menelao «permaneció en el poder, creciendo en maldad y tornándose el peor adversario de sus conciudadanos» (II Mc 4, 50).
Ocurrieron, entonces, hechos extraordinarios en Jerusalén, que muestran, sobre todo, la unión entre el Cielo y la Tierra.
«Durante casi 40 días, aparecieron, corriendo por el aire, caballeros con vestiduras doradas, armados de lanzas, organizados en pelotones y empuñando espadas. Se veían escuadrones de caballería en formación cerrada, ataques y contra-ataques de uno y de otro lado, movimientos de escudos y multitud de lanzas, lanzamientos de dardos y cintilaciones de los ornamentos de oro, en fin, corazas de todo tipo. Por eso, todos suplicaban que esa aparición fuese de buen presagio» (II Mc 5, 2-4).
Nótese que esas milagrosas apariciones fueron vistas por toda la población de la ciudad santa, y durante casi 40 días. Eran Ángeles que prefiguraban las grandes batallas que en breve estallarían en Israel.
Antíoco invade el Templo
Habiendo corrido el rumor de que Antíoco Epífanes había muerto, Jasón, seguido por un millar de hombres, invadió Jerusalén, promoviendo una matanza de judíos. Pero, no consiguiendo afirmarse en el poder, «tuvo que huir, de ciudad en ciudad, expulsado por todos, detestado como apóstata de las leyes y execrado como verdugo de su patria y de sus conciudadanos, y al final fue a parar a Egipto» (II Mc 5, 8).
Sabiendo de esos hechos, Antíoco Epífanes, que estaba volviendo de Egipto, atacó Jerusalén promoviendo una carnicería: en tres días, 40 mil judíos fueron muertos, y otro tanto, vendidos como esclavos.
Después penetró en el Templo, teniendo por guía a Menelao, «traidor de las leyes y de la patria», y robó sus tesoros «con sus manos sacrílegas» (II Mc 5, 15-16). Eso ocurrió debido a los pecados de los habitantes de la ciudad, sobre todo su indiferencia con el lugar santo. «Si ellos no se hubieran dejado dominar por tantos pecados, también Antíoco habría sido golpeado y hecho desistir de su atrevimiento apenas ingresó en el Santuario, como lo había sido Heliodoro cuando fue enviado por el rey Seleuco para inspeccionar el Tesoro» (II Mc 5, 18).
Debido a ese atentado sacrílego, «la tierra tembló […] y toda la casa de Jacob se cubrió de vergüenza» (I Mc 1, 28).
Antíoco, cargando los tesoros, partió a Antioquía dejando como superintendentes en Jerusalén a Felipe, el frigio, Andrónico y Menelao; este último «oprimía a sus propios conciudadanos todavía más duramente que los otros» (II Mc 5, 23).
Dos años después, Antíoco envió a Jerusalén a Apolonio, que la incendió y destruyó casas y murallas; construyó una ciudadela donde fueron instalados hombres malvados. La ciudad santa «se tornó rara a su propia gente […] su Santuario quedó desolado como un desierto […] Como fuera grande su gloria, se multiplicó su ignominia, y su exaltación se convirtió en luto» (I Mc 1, 38-40).
Abominación de la desolación
Y Antíoco prohibió holocaustos y sacrificios en el Templo, la circuncisión y obligó a los judíos a levantar altares y templos a los ídolos. E instaló en el Templo la «abominación de la desolación» (cf. I Mc 1, 54), o sea, la estatua de Zeus – el Júpiter de los romanos (cf. II Mc 6, 2). Y «el Templo quedó repleto de destrozos y de las orgías de los paganos, que ahí se divertían con prostitutas y, en los pórticos sagrados, mantenían relaciones con las mujeres» (II Mc 6, 4).
Los israelíes estaban obligados a participar de las fiestas de Dionisio, el dios del vino y de la ebriedad – el Baco de los romanos –, acompañando la procesión en honra de él, con ramos de hiedra en la cabeza (cf. II Mc 6, 7). «Las dionisíacas […] eran famosas por su carácter ruidoso e inmoral.»
Quien fuese encontrado con algún libro de la Ley era muerto y los textos quemados. Las madres que permitiesen la circuncisión de sus hijos serían castigadas con la muerte, «sus hijitos estrangulados, las casas destruidas, y muertos los que habían practicado la circuncisión» (I Mc 1, 61). «Todo aquel que no actuase de acuerdo con la palabra del rey sería muerto» (I Mc 1, 50).
El escritor sagrado hace una sapiencial advertencia:
«A los que lean este libro exhorto a que no se desconcierten con tales calamidades, sino piensen que esos castigos ocurrieron no para ruina, sino para corrección de nuestra gente.
«De hecho, no dejar impunes por largo tiempo a los que actúan impíamente, sino luego alcanzarlos con castigos, es señal de gran benevolencia. Pues no es como con las otras naciones, que el Señor espera con paciencia para sancionarlas, cuando ellas lleguen al cúmulo de sus pecados.
«Así, con nosotros, Él decidió castigarnos, sin esperar que nuestros pecados llegasen al extremo. Por eso jamás retiró de nosotros su misericordia: aún cuando corrija con desventuras, Él no abandona su pueblo» (II Mc 6, 12-16).
Por Paulo Francisco Martos
( in «Noções de História Sagrada» – 112)
……………………………………………………………….
1 – FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée – Le second Livre des Machabées. 3. ed. Paris: Letouzey et aîné.1923, p. 830.
Deje su Comentario