Redacción (Miércoles, 01-06-2017, Gaudium Press) Cortejo, cánticos, incienso… Termina una ceremonia litúrgica. Los fieles se retiran invadidos de seriedad y alegría, como embriagados por las gracias que acaban de recibir. Poco a poco el recinto sagrado se vacía, las luces se apagan y los hombres ceden lugar a los Ángeles. Ahora, no más las voces, sino el silencio habla. En profunda soledad permanece allí, hecho Hostia, aquel mismo Jesús que enseñaba a las multitudes y curaba a los enfermos, a quien obedecían los vientos y las tempestades y cuyo Corazón no es sino una horno ardiente de caridad. En su compañía, apenas una tenue luz permanece vigilante, en una especie de oración continua junto al sagrario: la lamparita del Santísimo Sacramento.
En la oscuridad de la noche, su discreta y elegante llama parpadea en continua vigilancia, como esforzándose por mantener su fulgor en medio de las tinieblas que la rodean. A veces, estalla una llamarada, iluminando por un instante todo el ambiente; más tarde, su brillo disminuye de tal manera que parece estar a punto de extinguirse… ¡No obstante este aparente desfallecimiento, ella vuelve a flamear con una intensidad aún mayor!
Este bello y simbólico objeto, que tantas veces pasa desapercibido a nuestros ojos al entrar en una iglesia, representa bien las fluctuaciones de nuestra vida espiritual. Cuando bautizados, pasamos a ser portadores de la luz de la gracia santificante, que viene acompañada de las virtudes y los dones.
En las consolaciones, una llamarada de entusiasmo resplandece en nuestra alma y ella parece tocar los Cielos. Entretanto, este estado de espíritu no acostumbra ser el habitual. Al contrario, con frecuencia nos vemos inmersos en tentaciones que nos invitan al pecado. En medio de ellas, juzgamos que el fuego se extinguirá, o nos asustamos al ver las figuras sombrías generadas por su débil brillar. Nos cabe, entonces, hacer todo el esfuerzo posible para mantener la llama encendida, a la espera del momento en que vuelva a cintilar con intenso fulgor.
– ¡¿Cómo será esto posible?! – dirá alguien.
– Muy simple: ¡rezando! – se podría responder.
Bien verdadera esta respuesta. Entretanto, apenas la oración no basta. Recordemos el consejo enunciado por el Salvador: «Vigilad y orad para que no entréis en tentación» (Mt 26, 41). Dada la fragilidad de la naturaleza humana después del pecado original, es indispensable la virtud de la vigilancia, que debe ser practicada no solo para enfrentar a los adversarios externos de nuestra vida espiritual – el demonio y mundo -, sino, sobre todo, a fin de vencer las solicitaciones de la carne, pues nuestras malas inclinaciones y pasiones desordenadas acostumbran ser aún más dañinas.
Así, cuando las tinieblas de las tentaciones cerquen nuestras almas, amenazando consumirlas en la oscuridad del pecado, la llama de nuestra piedad se mantendrá encendida, a semejanza de la lamparita, confiando que recobrará fuerzas y ánimo al pasar la probación. Sin embargo, si la vigilancia viene a faltar, difícil será que permanezcamos constantes en la oración, sin la cual no hay abismo en que el hombre no sea capaz de caer.
Por la Hermana Ariane Heringer Tavares, EP
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