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Abraham, el patriarca de la espera

Redacción (Sábado, 08-07-2017, Gaudium Press) El siempre muy obediente y piadoso Abraham se arrodilló rostro en tierra y sonrió pensando adentro de su corazón, que Dios al fin y al cabo era un ser bueno y compasivo, pero que eso de que a los casi cien años de edad y con su mujer en los noventa iban a concebir un hijo, se le hizo un pequeño y bondadoso consuelo irrealizable. Un detalle enternecedor y paternal. Muy agradecido pensaría: «Me contento que al menos me guarde vivo a Ismael», el hijo con la esclava, el producto de un acto desconfianza de su propia mujer en la Providencia Divina. Pero nuestro gran Señor y Creador «conocedor de los pensamientos e intenciones del corazón» (1) le respondió con gravedad un NO categórico. Sería su mujer Sara la que le daría el hijo a quien llamaría Isaac y con él establecería un pacto perpetuo. Por Ismael no debía preocuparse, que también lo bendeciría engendrando él doce príncipes -del que con toda probabilidad nació la aguerrida nación árabe, diestra con el arco y el manejo del corcel. (Gn 17,1;9,10; 15,22) Dios es cabal y cumple lo prometido.

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Abraham parte hacia Caná. Óleo de los Da Ponte, National Gallery of Canada, Ottawa

Abraham había salido de Ur de Caldea donde vivía con boato y comodidades babilónicas al ancho de la seda, convenciendo a su querida mujer -que no debió ser fácil, para irse a peregrinar como un nómada de pies polvorientos y viviendo en tiendas rumbo a una tierra prometida que sería cada día más difícil de conquistar. Los vecinos lo debieron despedir con cierta hilaridad pensando que probablemente le fallaba algo la cabeza y que la pobre y buena Saray tendría que aguantarse eso porque eran semitas practicantes y creían en un solo Dios lejano e intransigente y celoso.

Andar y andar levantando altares a cada «presunta» manifestación de Dios que ya debía tener medio escépticos a algunos de sus familiares, pastores y ayudantes, y sin que les naciera un hijo ni la prometida tierra de miel y leche apareciera por ahí, sumado todo eso a las disputas entre su gente y la de Lot -el único de la familia que se le midió a la aventura, es fácil que ponga en peligro la fe y la confianza de cualquiera, pero no la de nuestro buen y aguerrido padre en la fe y antepasado legítimo de la Cristiandad. «Nadie como él esperó tanto contra toda esperanza» dice Mons. Joao Clá Dias de su padre espiritual y preceptor Plinio Correa de Oliveira, a quien sin duda precedió Abraham y su imbatible fe en este camino a la eternidad del que algunos de los descendientes de Abraham llegaron a desesperar: 400 años en Egipto, cuarenta en el desierto conducidos por Moisés, años guerreando contra cananeos y filisteos, los tiempos de David, Salomón y los reinos divididos, los profetas, los imperios que los sometieron, y ya en los tiempos próximos al nacimiento de Jesús, apenas una minoría humilde y mansa entre la que estaba María y José, restos mínimos e ignorados por los opulentos sacerdotes del sanedrín encandilados con el poder del imperio, es fácil entender que saber esperar la realización de una promesa es algo más que un martirio físico entre los colmillos hambrientos de una fiera en el Coliseo romano. Y en entre más larga y dolorosa sea la espera, más gloriosa y deslumbrante será su cumplimiento, con lo cual nos podemos hacer una idea de los que será el Reino de María profetizado por San Luis María Grignión de Montfort y anunciado por Nuestra Señora en Fátima.

Por Antonio Borda

(1) Letanías del Espíritu santo, PRECES, pag. 140, Ed. Loyola, Sao Paulo.

 

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