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Venerable princesa y monja carmelita

Redacción (Viernes, 04-08-2017, Gaudium Press) «Lo bueno dura poco» dice un pesimista adagio popular. «Y no deja casi rastro» añaden otros más desanimados todavía. La noche del 22 de diciembre de 1966 el Dr. Plinio Correa de Oliveira hizo su acostumbrada conferencia sobre la vida de un santo: Le alcanzaban un resumen y él iba comentando trechos, profundizando ejemplos, destilando doctrina y, lo que era más importante, formando a sus discípulos.

Esta vez llegó a sus manos la vida de la Venerable Teresa de San Agustín, en el mundo Princesa Luisa María de Francia, (1737-1787) que se hizo carmelita descalza de rigurosa clausura a los 33 años de edad. Era la hija menor del Rey Luis XV quizá el monarca más libertino y sensual que haya tenido la dulce Francia de Dios. La madre de la Venerable fue la piadosa reina María Leczinska de nobilísima regia familia polaco. La corte de Versalles era, según comenta el Dr. Plinio eximio conocedor e intérprete de la historia universal, un campo de batalla entre el vicio y la virtud palmo a palmo, estancia por estancia, salón por salón, ya desde los tiempos del Luis XIV. Dos partidos claramente definidos se enfrentaban radicalmente con discreción, buenas maneras y elegancia: el del rey y el de su hijo el Delfín Luis Fernando. En el del el rey estaban los Volterianos, sarcásticos, ateos, lujuriosos y corruptos. El que representaba el heredero al trono era piadoso, austero y caritativo. Intrigas, habladurías, mentiras y traiciones parecía ser, no el pan de cada día, sino el veneno diario de la degradación en el grandioso barco-palacio de Versalles que se hundía a los pocos como el Titanic, mientras el liberalismo se refregaba contento las manos y agitaba las aguas preparando la gran tormenta de la Revolución Francesa con el dinero de algunos prestamistas.

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La Princesa, de la que se dice que era una gran jineta, de trato encantador y prudente, elegantísima y fina, estaba del lado de su hermano Luis Fernando y registraba no sin dolor día a día el proceso revolucionario y criminal que iba cubriendo como una sombra de tormentosa nube a la monarquía francesa. Renunciado a un buen partido matrimonial que le fuera ofrecido -un Stuart famoso por su riqueza, buen porte y habilidad guerrera, resolvió hacerse carmelita descalza de clausura para obtener de Dios misericordia con Francia y evitarle la debacle. Registra Dr. Plinio que ella cambió las cómodas habitaciones, las perfumadas ropas, los esplendorosos salones, los maravillosos jardines, la suculenta comida, la música de cámara y los deleites del mundo por una comprobada austeridad en medio de religiosas por debajo de su propia condición social. Dejó claro antes de partir para el convento con el permiso de su padre, que se sepultaba allí viva para obtener piedad de Dios para con su querido reino.

La guerra a muerte seguía en el reluciente Versalles. La monja oraba y se sometía amorosamente a la austeridad carmelita de su convento. Conscientes del peso que esa auto-inmolación tenía en la cruel batalla, los del bando corrupto decidieron mandarla a envenenar disimuladamente. Y a los 49 años de edad, acometida de terribles dolores de estómago y vómitos, entregó su vida a Dios mientras con una suave sonrisa miraba a sus hermanas de religión alrededor rezando por ella y a las que les dijo un minuto antes de morir: «Arriba. Al galope. Vamos al Cielo.» La nobilísima monja del Carmelo, la elegante jineta de Versalles probablemente subía al paraíso en un blanco corcel angelizado.

¿Sirvió de algo para la historia de su querida Francia -y del mundo incluso, ese sacrificio? Si se nos permite, para no hacer muy larga esta evocación, dejaremos para una próxima entrega la respuesta que a este interrogante dio el Dr. Plinio aquella noche de edificante y ejemplar formación para sus hijos espirituales.

Por Antonio Borda

 

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