Redacción (Lunes, 07-08-2017, Gaudium Press) ¿Quién podría, mis hermanos, oír sin gran sorpresa las palabras de nuestro Salvador a sus discípulos antes de subir al Cielo, diciéndoles que la vida de ellos sería una sucesión de lágrimas, de cruces y padecimientos, mientras las personas del mundo se abandonarían a una alegría insensata y a risas frenéticas?
Esto no significa, nos dice San Agustín, que los hombres del mundo, o sea, los malos, no tengan también sus sufrimientos, pues las perturbaciones y los pesares son consecuencia de una consciencia criminal, y un corazón desreglado encuentra su suplicio en su propio desastre. […]
Tal vez, entretanto, penséis: «No puedo comprender que Dios nos aflija, Él, que es la propia bondad y nos ama infinitamente». Preguntadme también, entonces, si es posible que un buen padre castigue a su hijo, o un médico recete un remedio amargo a sus enfermos.
¿Juzgáis que sería más acertado el padre dejar al hijo vivir en el libertinaje, en vez de castigarlo para mantenerlo en el camino de la salvación y conducirlo al Cielo? ¿Creéis que actuaría mejor el médico que dejase al enfermo morir, por el recelo de darle remedios amargos?
¡Oh! ¡Cómo es ciego quien hace tan equivocado raciocinio! Es necesario que el buen Dios nos castigue, pues, de lo contrario, no seríamos del número de sus hijos, ya que el propio Nuestro Señor Jesucristo nos dice que el Cielo será dado apenas a aquellos que sufren y combaten hasta la hora de la muerte. ¿Juzgáis, por ventura, mis hermanos, que Él no dice la verdad? Pues bien, observad la vida de los Santos y el camino que ellos siguieron: cuando paran de sufrir, ellos se juzgan perdidos y abandonados por Dios.
San Juan Bautista Vianney
(Extracto del Sermón sobre las aflicciones – in «Revista Arautos do Evangelho», agosto , 2017)
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