Redacción (Viernes, 01-09-2017, Gaudium Press) Hay quien diga que cuanto mayor es la penitencia aplicada al pecador arrepentido, mayores serán su contrición y su deseo de enmienda.
Y esas mismas personas, acostumbran fundamentar sus opiniones diciendo que en ciertas épocas la severidad de la disciplina eclesiástica era tal, que los confesores imponían penitencias rigurosísimas las cuales, a veces, exigían años para ser cumplidas, conforme la mayor o menor gravedad del delito. ¿Pero serían los santos partidarios de ese modo de actuar? Veamos…
Durante el viaje de San Francisco Javier a la India (1542), se encontró con un soldado portugués que hacía dieciocho años no se confesaba, ni buscaba remedio para su alma, pues había perdido todas las esperanzas de salvación.
El Santo buscó embarcar con él en la misma nave, y, poco a poco, sin revelar su intento, trabó amistad con él.
Ganándole la simpatía, vino un día a preguntar, en tono de intimidad, cuánto tiempo hacía que se confesara.
Respondió él, sin asustarse, que dieciocho años ya hubiera pasado desde que él se arrodillara por la última vez a los pies de un confesor.
– Para demorar tanto, debéis tener una causa… los otros fieles no acostumbran demorar tanto – dijo el Santo.
– La causa – dijo el soldado – fue porque mi padre vicario no me quiso absolver, y yo, como vi que no podía enmendarme, creí inútil buscar la confesión…
Continuó entonces el Santo, con gran serenidad de ánimo y de semblante:
– Deja conmigo. El vicario hizo a su modo, pero, si vos quisieres, hagamos eso a mi modo. Haced un examen de consciencia y yo os ayudaré a recordar los pecados olvidados. En seguida, los absolveré.
Así hizo el soldado, con muchas lágrimas y suspiros, que mostraban la verdad de su arrepentimiento.
Y San Francisco le impuso, de penitencia, apenas un Padre Nuestro y una Ave María.
El penitente quedó estupefacto. Pero el Santo le dijo que lo ayudaría a expiar sus pecados. Y luego, entrando en el espeso bosque vecino – pues ya estaba en tierra firme, cuando oyó la confesión – se entregó a la oración y la penitencia.
Con tal escena, quedó el soldado tan impresionado y compungido, que de allí en adelante voluntariamente se entregó a una vida penitente y reformada.
Por Anderson Carlos de Oliveira
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