Redacción (Martes, 05-09-2017, Gaudium Press) Bien dice el historiador William Thomas Walsh (1) que el primer hospital militar en un campo de batalla lo fundó la Reina Isabel la Católica a comienzos de la guerra contra el reino musulmán de Granada. Se trataba de seis grandes tiendas con lechos, vendas, medicinas, médicos y enfermeras a disposición de heridos y enfermos. La idea -dice el autor- dejó maravillados a todos los grandes señores que se habían unido a ella y Don Fernando. Toscos y semi-bárbaros, los aguerridos nobles españoles nunca antes pensaron que el apoyo logístico en la guerra incluyera un hospital que en adelante llamarían el Hospital de la Reina o de Doña Isabel.
Algunos historiadores especializados en la tergiversación y la calumnia contra la Reina, no han conseguido explicar definitivamente, la causa de que el riquísimo y estratégico dominio islámico, situado en la parte más feraz de España de aquellos tiempos, fuera tomado y sometido por iniciativa de una mujer que comandó sin miedo una guerra, a la cual su propio marido el rey Don Fernando de Aragón se quiso oponer para darle prioridad a luchar contra Francia, que sin importarle la situación española intentaba aprovechar para quedarse con algunos territorios aragoneses en su frontera sur.
La guerra de reconquista española había comenzado quinientos años atrás con Don Pelayo en Asturias. Al frente de ella estuvieron grandes reyes como don Fernando III El Santo. Sin embargo los acontecimientos variaban mucho los resultados porque las traiciones y oportunismos se sucedían unos atrás otros con frecuencia. Los grandes nobles de España -incluyendo obispos y arzobispos- habían preferido recluirse en su propios feudos, defender solamente lo suyo y firmar acuerdos y pactos de no agresión temporal, para poder disfrutar un poco de una pacífica modorra que estaba trayendo comprobadamente la gradual desaparición del Cristianismo en la península ibérica.
Entonces apareció el toque femenino y cruzado de una mujer que como Santa Juana de Arco debería hoy estar en los altares, máxime si se sabe que no recibió revelaciones místicas ni hizo milagros. Lo de Doña Isabel fue una intervención de la Divina Providencia -no hay duda- pero suscitando Ella los acontecimientos atraídos por la fuerza de la reconocida piedad que distinguió a la reina que estaba convencida de la veracidad del Cristianismo. Sus hijos nacieron si no en tiendas de campaña, sí en castillos y fortalezas rodeadas de enemigos en medio del estrépito de golpes de espada y choque de lanzas. Así el comando de esa lucha por defender la identidad católica de un pueblo, pasó por las manos de una mujer en un momento en que los hombres estaban claudicando, amedrentados o ilusionados con la idea de hacer una mezcla entre cristianismo, islamismo y judaísmo en una España donde los grandes señores feudales vivían anestesiados por los primeros sopores malignos del Renacimiento y sus novedades en materia de medicinas, astrología y goce de la vida terrena para olvidar la eterna.
En varias ocasiones de la historia Dios se ha valido de esa mezcla de firmeza intransigente y tierna caridad de las mujeres para reinstaurar su reino en los corazones humanos como lo prometió la Virgen en Fátima tras prevenir a los pastorcitos de las terribles catástrofes que vendrán si no hay auténtica conversión de costumbres en la tierra: por fin mi Inmaculado Corazón triunfará.
Por Antonio Borda
(1). William Th. Walsh, Isabel de España, Ed. Palabra S.A., Madrid, 2005.
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