Redacción (Viernes, 28-07-2017, Gaudium Press) El pecado es la conversión a las criaturas, dice Santo Tomás (Cf. ST I-II, q. 72, a. 6, ad 3). Siendo el hombre creado para servir, amar y glorificar a Dios, todo aquello que lo aleja de este fin debe ser rechazado, y todo aquello que lo acerca debe ser aceptado.
Ahora, el hombre no es constituido, como los ángeles, solo de espíritu, sino de cuerpo y alma. Por tanto, no puede vivir de acuerdo con su naturaleza propia sin valerse de elementos materiales.
Parecería haber en esto una contradicción. Si el pecado es la conversión a las criaturas, ¿cómo puede ser que esté en su naturaleza utilizar a las criaturas sin pecar?
Dios es la Sabiduría en substancia y no podría crear una aberración, por eso habiendo alguna falla, debo buscarla en mi concepto, no en Dios.
El hombre no solo puede, sino que debe utilizar a las criaturas materiales que están a su alcance, pues como dice el propio Dios en el Génesis «Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla. Dominad sobre los peces del mar, sobre las aves de los cielos y sobre todos los animales que se arrastran sobre la tierra. He aquí, os doy toda la hierba que da semilla sobre la tierra, y todos los árboles fructíferos que contienen en sí mismos su semilla, para que os sirvan de alimento. Y a todos los animales de la tierra, a todas las aves de los cielos, a todo lo que se arrastra sobre la tierra, y donde haya soplo de vida, yo doy toda hierba verde por alimento». (Cf. Gn 1, 28-30).
¿Cuál es el error entonces? La respuesta es simple. Dios es el fin último del hombre, y todas las otras criaturas apenas medios que debemos utilizar para más fácilmente alcanzar nuestro fin. Por eso, se sigue, según San Ignacio «que el hombre tanto de ellas debe usar cuanto lo ayudan para su fin, y tanto debe de ellas alejarse, cuanto se lo impidan.» (Ejercicios Espirituales, 23)
¿Por qué Dios quiere que subamos hasta él de este modo? Siendo Él la humildad, prefiere actuar a través de causas segundas, dando al hombre capacidad de tomar las criaturas en su estado original y, trabajándolas, «crear» verdaderas maravillas. Estas obras salidas de las manos humanas bien pueden ser llamadas, según la elocuente expresión de Dante, las nietas de Dios.
Una de las vías para llegar al conocimiento de Dios, según el Doctor Angélico, es la que nos da los diferentes grados de perfección, por ejemplo de nobleza, de las criaturas (Cf. S.T., I, q.2, a.3, s.). Ahora, si la nobleza nos da pruebas de la existencia de Dios, cuanto más ella aproximará a Él a los que ya lo conocen.
La nobleza es un elemento muy eficaz para elevar al hombre hasta su Creador y debe tener un lugar especial en la mente humana para que sus obras más perfectamente lo lleven a su fin.
Un elocuente ejemplo de esto son los carruajes del Ancien Regime, verdaderos bonbonnières para llevar hombres. Como es noble que el hombre envés de desplazarse de aquí para allá caminando, use medios como este magnífico carruaje. Es verdad que él no tiene ni de lejos la capacidad de velocidad que existe en los automóviles de nuestros días, pero tal vez eso sea una más de sus ventajas.
La velocidad automovilística fue creada para solucionar problemas por ella creados, y que antes de ella no existían. Mientras el carruaje, al contrario, es lento, pero esparce un aire de ligereza y de serenidad para cuantos lo miran. Es noble, distinto y elegante.
¿Cuál era el estado de espíritu del hombre que andaba en este carruaje? Placidez, elevación de espíritu, delicadeza de alma, fortaleza de pensamiento. Probablemente diferente del hombre moderno, no viviría con las preocupaciones de las que nosotros estamos ahogados, hasta casi diríamos estar hecho de porcelana.
Incluso la posición en que quedaba el cochero elevaba su persona y su profesión, dando a los transeúntes un bello espectáculo de dignidad y respetabilidad.
¿Y cómo sería el hombre que lo idealizó? Alma rica en amor a Dios, llena de sabiduría en el más alto sentido de la palabra, o sea, un conocimiento sabroso de las cosas divinas (S. T. I q.43 a.5 ad 2). No imperaba en él el deseo del lucro o la fama, sino que su principal intención era hacer reflejar un aspecto de Dios y elevar las almas de cuantos utilizasen o viesen aquel carruaje.
Tal vez esto no fuese explícito en su espíritu, pero de tal manera la sociedad de entonces vivía teniendo a Dios en el centro de todas las cosas que todo cuanto se producía salía casi espontáneamente maravilloso. Que época diferente de la que vivimos…
¿Cuál es la ventaja de fabricar un medio de locomoción lindo, pero de poca utilidad práctica, y que además de eso podría hasta costar más caro? Imaginemos que alguna casa de chocolates famosa en el mundo tomase uno de estos carruajes y estilizase cajas de chocolate con estas formas y colocase en estas cajas sus mejores bombones. ¿No sería considerada una idea originalísima? Sin duda… y tendría una gran salida. ¿Por qué? Porque el alma humana tiene sed de las cosas bellas, pues tiene sed de Dios, Belleza absoluta.
Pues bien, mucho más que extraordinarios bombones, digna es la naturaleza humana en la cual Dios concentró, como en un microcosmos (ROYO MARÍN, Teología de la Perfección Cristiana, 82), los diferentes grados de la Creación, y que Él tanto amó que se dignó encarnar para por ella sufrir y así rescatarla de su terrible caída en nuestro padre Adán.
Bien podríamos preguntarnos cuál de los medios de locomoción nos conduce más a nuestro fin que es Dios. ¿Quién osaría decir que es el último modelo de auto moderno? Las criaturas deben ayudar al hombre a encontrar la felicidad relativa aquí en la tierra a la espera de aquella sin fin que lo aguarda en el Cielo. Para esto nada mejor que habituarse, a través de bellezas efímeras, a la Belleza eterna que nos espera de brazos abiertos en la eternidad.
Por José Antônio Dominguez
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