Redacción (Domingo, 10-09-2017, Gaudium Press) «Palabra» con P mayúscula, en el lenguaje corriente entre católicos, se refiere inmediatamente a la Sagrada Escritura, a los libros canónicos que componen la Biblia. Es la Palabra de Dios. Es claro que hablamos de la Biblia aprobada por la autoridad competente de la Iglesia, y no de esas ediciones que se multiplican por el mundo, con contenidos dudosos que desfiguran la enseñanza divina y que por eso no son Palabra de Dios.
En efecto, en el siglo XVI Lutero deformó la Biblia retirando de su contenido libros enteros, como también diversas partes de otros libros que mantuvo, pero mutilándolos, como la epístola a los Romanos. Creó así una «biblia» nueva y diferente con la que se viene intoxicando a tantos incautos que, muchas veces con la mejor intención, se dicen seguidores de la Palabra de Dios. Por obra del fraile «reformador», los libros de Tobías, Judit, Sabiduría, Baruc, Eclesiástico, Macabeos, Ester, Daniel, Carta de Santiago, Apocalipsis, etc., fueron censurados, total o parcialmente. A pesar de eso, se repite irresponsablemente por ahí que el gran mérito de Lutero fue de traducir la Biblia al alemán y de hacer mejor conocida esa lengua por el pueblo.
Pero dejemos este triste personaje y vamos a nuestro tema. Sirva este paréntesis para recomendar al lector que cuando compre o consulte una Biblia, verifique que tenga la debida licencia eclesiástica. En época no lejana, se exigía que los libros religiosos que eran editados para la lectura de los católicos, tengan el «nihil obstat» (nada impide que se publique) o el «imprimátur» (imprímase) que una autoridad de la Iglesia expedía. Desgraciadamente esa norma prácticamente cayó en desuso, y, paralelamente, también va cayendo la integridad de la fe…
Sobre la «Palabra» dice el numeral 108 del Catecismo de la Iglesia Católica: «(…) la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24, 45)».
Aquí vemos otra acepción de lo que es la Palabra: no es solo lo que está escrito por inspiración del Espíritu Santo en la Biblia, sino que también es el mismo Verbo de Dios, Jesucristo, segunda Persona de la Santísima Trinidad, «Palabra eterna del Dios vivo». Enriqueciendo aún más el término «Palabra», dice el numeral 103 del mismo Catecismo: «La Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21)».
Estas dimensiones del término «Palabra» que por un lado, significa los Libros Sagrados, por el otro, el Verbo de Dios, es decir, Dios mismo y, por fin, esa identidad entre el Pan de la Eucaristía y el Verbo, y la reversibilidad entre el Pan de la Palabra y el Pan Eucarístico, son verdades importantísimas de nuestra fe con las que deberíamos familiarizarnos más.
A decir verdad, en el misterio eucarístico convergen maravillosamente estas realidades de que hablamos, una vez que la Presencia Real en la Eucaristía se confunde con Nuestro Señor Jesucristo, Verbo de Dios, que es la Palabra definitiva del Padre. Eso es lo que se nos enseña reiteradas veces en la Biblia… que no es otra cosa que la Palabra de Dios.
«El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.» (Jn. 6, 54) Aquí, al hablar de Su carne y de Su sangre, Jesús se refiere a la Eucaristía que iría a instituir en la Última Cena. Nos enseña que el que comulga, ya tiene vida eterna. Pero también la tiene el que sigue Su enseñanza con fe. Veamos: «En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn. 5, 24).
Entonces, tanto el recibir la comunión eucarística con las debidas disposiciones, como el escuchar la enseñanza de Cristo poniéndolas en práctica, conduce nuestras existencias a la Vida Eterna. Son las reversibilidades de la Palabra.
Aquella jaculatoria del ángelus que nos es tan familiar tomada del Evangelio de San Juan (1, 14): «Et Verbum caro factum est» (y el Verbo se hizo carne) es una referencia al acontecimiento de la Encarnación. Pero no es menos cierto que durante la Santa Misa, después de las palabras de la consagración, también sucede otra maravilla: el Verbo se transforma en pan, en carne, en alimento. Entonces, el Verbo se hace carne en Nazaret, cuando el Ángel anuncia a María y Ella concibe por obra del Espíritu Santo y, a su vez, el Verbo se hace también carne en la consagración eucarística.
En uno de sus sermones, San Juan María Vianney, Cura de Ars, considera a la Eucaristía como una extensión de la Encarnación. Y nos enseña algo fantástico. Es que al comulgar, llegamos a poseer más que la Virgen María en el momento sublime de la Encarnación, porque poseemos el cuerpo glorioso y resucitado del Salvador, marcado por los estigmas del amor, señales de su victoria sobre las potestades de este mundo. «El Verbo se ha hecho carne -dice el Santo Cura- he ahí la gloria de María. El Verbo se ha hecho pan: he aquí nuestra gloria».
Cuánto tenemos que agradecer por el grandioso misterio Eucarístico que no solo es prenda de resurrección y de vida eterna, sino que nos «deifica». ¡Y dar las gracias por el hecho de que al recibir la Sagrada Comunión, somos más privilegiados que la misma Virgen en la Encarnación!
Por el P. Rafael Ibarguren EP
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Asistente Eclesiástico Honorario de la Federación Mundial de las Obras Eucaristicas de la Iglesia
(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)
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