Redacción (Miércoles, 13-09-2017, Gaudium Press) El Dr. Plinio Corrêa de Oliveira acostumbraba a hablar de «clave», algo así como el prisma a través del cual se ve la realidad. La realidad es la misma para todos los hombres pero la clave, muy por el contrario, no.
La «clave» de la Iglesia es una clave sacral Basílica de Nuestra Señora de Fátima, Heraldos del Evangelio |
La clave es algo así como las gafas que provienen de la mentalidad de cada quien, de las ‘ideas-madre’ que dominan la cabeza de cada uno. La mentalidad condiciona esos lentes llamados «clave».
Por ejemplo, si hace parte de la mentalidad de una persona el que todo debe ser ‘práctico’ y la ‘practicidad’ es una especie de dogma principal de su ‘fe’ -es decir, que todo debe ser fácil de usar, fácil de entender, con ‘utilidad práctica’ material, etc.-, su clave pues será una clave ‘ultra-práctica’, de lo ultra-práctico.
A esa persona le encantarán cosas como el fast-food porque es ‘práctico’, le parecerá que la ropa tipo ‘fitness’ o ‘running’ es la ideal pues es ‘práctica’ (fácil de poner, fácil de retirar, fácil de lavar, fácil de secar). Esa persona tendrá rechazos conscientes o subconscientes a todo lo que ultrapase esa practicidad, como por ejemplo un traje elaborado, bello aunque algo incómodo; le parecerá que ese traje humilla a quienes no lo portan o algo así, lo criticará por no ser práctico, por ser exagerado, por… cualquier excusa, porque choca con su clave, con su mentalidad.
Es claro que así como los hombres tienen su ‘clave’ propia, también los pueblos e incluso las épocas históricas.
Por ejemplo, ¿cuál era, grosso modo, la clave del S. XIX? Limitémosla a Europa, y digamos que era la del romanticismo racionalista, es decir, a la par de una exaltación exagerada de la ‘diosa-razón’ -en cuyo ultra-lógico ejercicio el hombre llegaría a liberarse definitivamente de los fantasmas de la ‘superstición’- un deseo de encontrar la felicidad perfecta aquí en esta tierra en la persona amada, en aquel o aquella que ‘me comprendería’ enteramente, ‘me amaría’ perfectamente, ‘me consolaría’ cuasi-eternamente. Un racionalismo dulzón, llorón, medio poético, fundamentalmente naturalista y autosuficiente, con sobresaltos de idealismo rápidamente apagados por un egoísmo sin trascendencia. Es lo anterior un esbozo de descripción de esa clave, no un agotamiento de la materia, porque también el S. XIX tuvo cosas interesantes.
Hagamos un intento de esbozo de describir lo que sería la «clave» de la Iglesia, lo que realizamos de rodillas, pues su ‘mentalidad’ no puede ser diferente de la de su Hacedor, Nuestro Señor Jesucristo.
Es una clave sacral, pues la Iglesia es el puente dorado que nos une con todo lo sagrado y con la Patria Celestial. Todo en ella tiende a la elevación, busca la elevación, pues el destino de la Iglesia es perfecto y sublime: en el cielo no habrá imperfección, ni mancha. La clave de la Iglesia es la sublimidad, pues ella busca con todos sus elementos borrar el pecado, e incluso en la esfera temporal hace de bárbaros otros hijos de Abrahán, pre-habitantes del cielo: Fue la Iglesia la que dignificó la mujer, que en el paganismo era poco más que una mera cosa. Fue la Iglesia la que dignificó la vida humana, toda vida humana, pues antes de la Iglesia los hijos eran material de posible descarte en manos de sus padres, los esclavos eran simples objetos, etc., etc.
La Iglesia transformó las costumbres, elevó las maneras, casi que creó la cultura, a todo nivel: los campesinos de la Europa cristiana, bien lejanos ellos de la simpleza del fast food, tenían elementos de grand-seigneurs, los pater-familias del pueblo eran hidalgos en potencia. Las casas populares eran mimos de encantos.
La clave de la Iglesia es una clave elevada, es ya una clave medio celestial.
¿Y la clave del mundo moderno? En líneas generales es lo contrario de la clave de la Iglesia; es materialista, es intrascendente. Es poco elegante porque es poco esforzada, es hedonista; es poco o nada caritativa porque la caridad exige el esfuerzo de la entrega generosa y el hombre moderno no es generoso, es egoísta e individualista. Es una clave efímera, desechable y por tanto insegura, poco firme, inestable. Es una clave simplona, monótona, porque al buscar sólo los placeres de la carne y no las culminancias del espíritu, quedó reducida a la mera materia, que es sosa, fofa, poco interesante. Es una clave que no entiende e incluso rechaza la importancia de las ceremonias, del simbolismo. Los trajes dejaron de ser simbólicos, bellos, porque en el fondo el alma de lo que llamaríamos el hombre moderno es tan ‘trasparente’ que ya no hay que simbolizar. La clave del mundo moderno es una clave bien aburrida, y por eso los hombres están medio desesperados; creyeron que en el hedonismo estaba la felicidad y no se dieron cuenta que cavaban su hondo abismo de tristeza y hastío.
Tenemos que hacer lo que el Dr. Plinio llamaba de «elevar la clave», lo que se traduce hoy en casi quemar lo que se adoró y adorar lo que se quemó. Es un salir de este mundo para buscar otro, un mundo cuyas líneas-madre, cuya mentalidad, aún permanece en el fondo de muchos corazones como una añoranza de aquello que no conocieron pero que presienten como se presiente el cielo.
Un mundo donde las damas eran damas y los señores eran caballeros. Un mundo donde todo hablaba de Dios, porque el hombre en todo buscaba a Dios y quería reflejar a Dios, que se hacía presente en la arquitectura y las diversas artes, en las relaciones humanas, en la configuración de las sociedades, particularmente en la frecuencia a los sacramentos y a la liturgia sacral y bella de la Iglesia, que eran considerados justamente como la verdadera fuente de la vida.
Elevar la clave es ver todo con trascendencia, es intentar vivir como si se estuviera viviendo ya en la Patria Celestial. Es adquirir la clave que, con la ayuda de Dios tendremos en el cielo, por toda la eternidad.
Por Saúl Castiblanco
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