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Rock: Concierto y desconcierto

Redacción (Viernes, 22-09-2017, Gaudium Press) Pocas cosas hoy más agresivas y brutales que un concierto de rock. La potencia e intensidad del sonido, el juego de luces intensas y rápidas relampagueando en la oscuridad, los gritos de los cantantes, el golpe desacompasado y primitivo de la batería, las contorsiones convulsivas de los asistentes, los guitarristas haciendo vibrar sus instrumentos agarrados como si fueran fusiles descargándose en ráfagas sobre el auditorio y, flotando sobre todo esto, no pocos participantes bajo el efecto de alguna droga o el alcohol. Horas y horas a ese ritmo fiero oyendo vocalistas haciendo un reclamo adolorido contra el mundo y la sociedad. Es algo así como la liberación de un resentimiento, un rencor, un odio reprimido en el fondo del alma que quiere salir y golpear, empujar, maltratar y acometer con violencia. Casi siempre al final hay heridos o colapsados que últimamente la prensa se encarga de encubrir con discreción para no infundir terror en la sociedad.

Ciertamente no se sale igual de un concierto de rock que de uno de música barroca. La música es un arte conceptual sutil que trabaja profundamente las tendencias del alma. Puede tranquilizar o excitar, deprimir o animar, alegrar o entristecer. Recomponer el estado anímico tras un concierto puede ser cuestión de semanas. Si la inmersión fue en ondas tranquilas y suaves la mente manejara una actitud. Si lo fue en turbias y huracanadas el efecto será otro. Ritmo, compás y armonía influyen tanto que hasta en los establos y pesebreras se tranquiliza animales con Vivaldi, Mozart o Boccherini.

Ni que decir del efecto que produce el sonido y diapasón de un instrumento musical. La personalidad de cada uno de ellos se expresa con el intérprete que a su vez expresa también la suya haciéndolo sonar con su propio virtuosismo. Y en esto la guitarra eléctrica se ha convertido el estridente medio de hacer vibrar con violencia el sistema nervioso, retumbando en el cerebro y descargándose por todo el cuerpo convulsivamente. La batería complementa el efecto y los aullidos hacen el retoque agregado que resiente el alma y la llena encono.

La contracultura actual, la de hoy, la que se tomó completamente el mundo a golpes de rock, es un fenómeno que nació propiamente en los EE.UU de Norteamérica con la destrucción de los valores familiares en cuya raíz estaba el divorcio. No es una coincidencia verificar que la gran mayoría de los fundadores de las bandas rockeras han sido hijos de hogares deshechos. En esa música y letra se puede notar siempre un reclamo doloroso y excitado contra la vida que es todo lo contrario de la alegría cristiana. ¿Dónde están ahora todos esos médicos psiquiatras de los años sesenta y setenta que recomendaban el futbol y los conciertos de rock para desahogar la energía violenta del joven y traer la paz al mundo? ¿No vivimos hoy día un mundo más agresivo? Por favor, una explicación. Y los pocos pacifistas que surgieron en Europa se están dejando degollar drogados por los musulmanes.

Las bandas acostumbran ser entrevistadas por revistas, periódicos o programas de Tv muy sintonizados. Son muchachos trajeados con descuido, sin peinar, medio barbados, a veces sucios, con ropas desteñidas y rotas pero de marca, por veces caras de pendencieros desafiando a alguien lejano, aunque presente en sus mentes perturbadas y obsesionadas con algo indefinido. Este es el prototipo de personaje a imitar que le fue propuesto a la juventud desde los años sesenta para acá y que ha producido un desorden moral innegable, acompañado de depresiones, evasiones narcóticas, violencia, resentimiento y suicidios. Se diría que esta gente destruiría el mundo si tuviese poder político y económico suficiente. Muchos quieren patear todo, arrasarlo, quemarlo, pulverizarlo y desaparecerlo con odio. Cuando Jesucristo Superstar entró en algunas iglesias católicas -y todavía está en ellas- el ingenuo argumento era que se trataba de atraer los jóvenes a ritmo de rock otra vez a la fe. ¿Se quedaron?

Por Antonio Borda

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