Redacción (Martes, 26-09-2017, Gaudium Press) Cuando contemplamos, en un bello anochecer de verano, la bóveda celeste, percibimos miríadas de estrellas que, de a poco, se van ascendiendo aquí, allá y acá.
En verdad, además de las que vemos, existen millones y millones de otras, que, solo con la ayuda de buenas lunetas, conseguiríamos ver. Y también resta un número casi incontable, que ni siquiera la ciencia, con todos sus recursos, logró todavía observar.
Pues bien, incluso siendo el Universo tan inmenso a punto de parecernos sin límites, hay un Ser superior a todo eso, que todo creó, todo gobierna y todo ve: Dios infinito. Él está presente en todo, no hay lugar donde Él no pueda estar, como dice el Salmista: «Tú me envuelves por todos lados y sobre mí colocas tu mano. ¿Dónde yo podría ocultarme de tu Espíritu? ¿Para dónde podría huir de tu presencia? Si subo hasta los cielos, Tú allá estás; si desciendo al mundo de los muertos, allí Te encuentras» (Sl 138, 5; 7-8). También leemos en los Hechos de los Apóstoles que en Dios «vivimos, nos movemos y existimos» (At 17,28).
El modo de Dios de estar presente en la creación
Nos enseña el gran Santo Tomás de Aquino que existen tres modos de Dios de estar presente en la obra de la Creación. Primero, por potencia, o poder, pues todo está sometido a su dominio; si fuese posible a Dios dormir un instante, todo volvería a la nada. Según, por presencia, visión o conocimiento, pues todo está patente y como que descubierto a sus ojos; nada le escapa, ni siquiera los más ocultos pensamientos. Tercero, por esencia o substancia, pues Él está en todo, como causa de su ser.
Hablando en términos más específicos, existen otras presencias de Dios, como la habitación en el alma del justo, realizada a través de la gracia. También la presencia personal o hipostática, única y exclusivamente de Cristo, por la cual su humanidad adorable subsiste en la propia persona del Verbo Divino. Por eso Él es personalmente Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada. Tenemos, además, la presencia sacramental o eucarística, en la cual Jesucristo está realmente presente bajo las especies del pan y el vino.
Hay, por último, la presencia de visión o manifestación, que es la del Cielo. Dios está presente en todas partes, sin embargo, no Se deja ver en todo lugar, sino solamente en el Cielo. Solo en la Visión Beatífica Él Se manifiesta cara a cara a los bienaventurados.
Recordemos día y noche la mirada de Dios
Por tanto, Dios está presente en todas partes y constantemente nos ve. ¡Oh! ¡Cuántos crímenes serían evitados, cuántos problemas serían resueltos, cuántas lágrimas serían secadas, cuántas aflicciones serían suavizadas, si la humanidad tuviese consciencia de la mirada de Dios siempre posando sobre nosotros! «Dios está en el Templo santo y en el Cielo tiene su trono, vuelve los ojos para el mundo, su mirada penetra los hombres» (Sl 10,4).
¿Estamos afligidos, necesitando de una palabra de confort y ánimo para superar algún obstáculo? ¿Precisamos de un corazón con el cual podamos abrirnos? ¿O de un amigo a quien hablar? ¿Por qué no recurrir al mejor de los amigos, al más suave, comprensivo y lleno de compasión, que es el propio Dios? Él nos conoce hasta el fondo y sabe todo lo que necesitamos; su Divino Corazón arde en deseos de ayudar y consolar las almas abatidas y de aliviar las espaldas cargadas de fardos: «Venid a Mí todos los que estáis cansados y oprimidos, que Yo he de aliviaros» (Mt 11,28).
¿Queremos servir a Dios con más amor y perfección? Recordemos su mirada día y noche. Cierta vez, San Ignacio de Loyola, viendo uno de sus hermanos trabajar de modo relajado, le preguntó:
– ¿Hermano, para quién trabajas?
– Para Dios – le respondió él.
– Si me dijeses que trabajas para un hombre, yo comprendería tu debilidad, pero eso es imperdonable cuando se trabaja para Dios.
San Francisco de Sales vivía tan compenetrado de la presencia de Dios, que, estando solo o en sociedad, conservaba un porte digno, modesto y grave.
Acostumbraba decir que no sentía constreñimiento alguno en frente de reyes o príncipes, pues estaba habituado a encontrarse en la presencia de un Rey mucho mayor, que le inspiraba respeto.
La oración torna la vida más leve, suave y amena
La oración frecuente es un medio eficaz para recordarnos la presencia de Dios. ¡Es tan fácil – durante nuestros quehaceres, en el trabajo, la escuela o en casa, andando por la calle, manejando en el tránsito o ya acostados para el descanso – hacer una oración, una jaculatoria que sea, a Dios, al Sagrado Corazón de Jesús y ofrecerle los problemas, pedirle ayuda y protección!
Querido lector, yo lo invito a hacer eso diariamente, con amor y confianza, y usted verá que, de a poco, su vida se irá convirtiendo más leve, suave y amena.
Dice Jesús en el Evangelio: «Pedid y os será dado; buscad y encontrareis; golpead y han de abriros» (Lc 11,9). ¿Por qué despreciamos esa promesa proferida por labios divinos y que nos da la garantía absoluta de ser oídos? Se podría decir que Nuestro Señor como que Se inclina del Cielo sobre la tierra a la acecha de que le hagamos pedidos, desde los más simples hasta los más osados, para tener Él la alegría de atendernos y llenarnos de dones y gracias.
Por José Antônio Dominguez.
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