Redacción (Miércoles, 27-07-2017, Gaudium Press) Caminábamos por el interior de Canadá, aguas bellísimas ornaban el paisaje bordeadas por piedras, muchas piedras, y en algunos puntos con una vegetación encantadora, formando un gran lago del cual no se veía el otro margen. Su extensión era tan vasta que olas se formaban en este lago.
Admiraba todo, acompañado de un amigo fotógrafo. Comentábamos el paisaje, nos entreteníamos con las piedras, relacionábamos aquella belleza con la Fuente de toda belleza, Dios.
Conversábamos entretenidos, hasta que… ¡Mi amigo! ¿Qué pasó con mi amigo?
Sí, algo ocurrió…
Un repentino silencio me llamó la atención. ¡Se calló mi amigo, y me vi conversando solito, sin respuesta a mis indagaciones!
Miré para atrás y vi, con espanto, mi amigo a poca distancia. Estaba allí, en el suelo. Sus brazos estaban rígidos, sus ojos vidriados pegados al objetivo. Me aproximé para analizar, en este instante escuché un sonoro ¡Click! Sí, un click. Pude entonces ver que sus manos manejaban hábilmente su buena máquina fotográfica.
Pero mi mayor espanto fue al verificar el objeto de tan gran interés… En medio a aquel panorama exuberante, con un lago azul paradisíaco y un cielo fabuloso, mi amigo fotografiaba una mísera florcita, menor que la falange de mi meñique, en medio a un montón de piedras…
No contuve el espanto y luego exclamé:
-¡Pero con toda esa exuberancia de la naturaleza a nuestro alrededor tu vas a fotografiar una simple florcita!
A la indagación mi buen amigo apenas respondió:
-Sabes, nosotros los fotógrafos vemos el mundo de una forma diferente.
De hecho… ¡cuando me mostró el resultado de su fotografía me quedé impresionado!
Aquella florecilla tomó una perspectiva impresionante, realzada su belleza con las piedras oscuras al fondo. Él supo poner en evidencia lo que el común de las personas no ve, y no tiene idea de que existe.
Fotos: Leandro Souza/David Ayusso
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