Redacción (Martes, 03-10-2017, Gaudium Press) En estos días de abundante tedio, donde ya muchos no encuentran el horizonte en medio del hastío, y cuando incluso no pocos se sumergen en el abismo de la desesperación, siempre permanece abierta la estrada de la maravilla, del maravillamiento, de los buenos sueños.
Por ejemplo, hasta los más insensibles y «materialistas» quedan impactados con portentos como el castillo de Neuschwanstein. Pero no solo vamos a hacer aquí el elogio de un espléndido palacio sino sobre todo describiremos una vía maravillosa, anti-tedio.
Neuschwanstein es una maravilla que casi solo pudo ser realidad a partir del delirio. Luis II de Baviera no era el más equilibrado de los hombres y en sus arrebatos colocó buena parte de su energía vital y la de su nación para construir ese que fue inspiración entre otros de Walt Disney, en varias de sus construcciones y proyectos.
Las obras del castillo comenzaron en 1869, cinco años después de que Luis II ascendiera al trono, y concluyeron en 1886 con la misteriosa muerte del rey. Pero ya en esta fecha, solo restaba por concluir algo de las estancias de la planta superior, para alegría de quienes hoy lo admiramos.
Neuschwanstein es un castillo verdaderamente de ensueño; en su estilo no tiene parangón con los precedentes, se podría decir que inaugura un nuevo estilo. Él es una linda y sorpresiva aparición en la cima de un monte empinado, que en continuación del peñasco sigue volando hacia el infinito con lo agudo y decidido de sus torres. Pero él no es solo estilización y finura sino también fuerza, lo que se consigue tal vez con lo macizo de su cuerpo central, y lo ancho de ciertas torres.
Neuschwanstein conjuga magistralmente la simetría con la sorpresa, la espontaneidad con el orden, creando una armonía burbujeante, al mismo tiempo varonil y chispeante, serena y vibrante, alegre y tranquila. Neuschwanstein es mimoso y a la vez es un cruzado, es Carlomagno y Dartagnan, también Chanteclair. Pocos castillos consiguen tal armonía con elementos tan disímiles, tal belleza, tal altura. Neuschwanstein es una dulce, agradable, acogedora y fuerte conmoción.
Pero antes de existir Neuschwanstein él era solo un sueño, no un sueño absurdo ni irrealizable sino un sueño maravilloso posible, que un día con la ayuda de un ángel inspirador se tornó realidad. Alguien, algunos, soñaron un buen sueño, y ese sueño encanta y sigue encantando hoy al mundo entero.
Ese sueño incluso antes de ser realidad ya vivía en Luis e inspiraba a Luis II de Baviera y a quienes le ayudaron a concretar la maravilla. Como rey que era, ciertamente conoció un buen número de los palacios más magníficos construidos hasta entonces. Pero él quiso algo más de lo ya conocido, algo que correspondiese a sus deseos más íntimos, a su «cielo interior de su inocencia», y antes de ser castillo de piedra, Neuschwanstein fue su Castillo Dorado Interior, que ya le producía alegría, y que después se exhaló en lo alto de una montaña. Entretanto, en cierto sentido, más importante que el castillo de piedra lo fue el castillo dorado interno, pues este era la causa.
Castillos dorados debemos tener todos, porque todos tenemos ese vuelo de la inocencia que busca la Perfección Absoluta, que es Dios. Cada uno debe construir su castillo dorado, una especie de realidad mítica que tiene elementos de la realidad real, pero idealizada de acuerdo a la inocencia y a la luz primordial de cada cual.
Y esto ¿para qué…? ¿para ser un eterno soñador objeto del desprecio de aquellos que «sí saben lo que es la vida»? No. Es para que el castillo dorado sea el lugar de refugio ante los ataques de la incredulidad, de la impiedad, de la simpleza y de lo bajo, y desde este castillo partamos a la lucha, al combate, a querer trasformar la realidad de acuerdo a nuestros buenos sueños, una realidad que forzosamente para ser maravillosa debe tener en el centro al Sagrado Corazón y a la Reina de la Maravilla, María Santísima.
Por Saúl Castiblanco
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