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El que me come tendrá más hambre

Redacción (Viernes, 27-10-2017, Gaudium Press) «Venid a mí, los que me amáis, y saciaos de mis frutos; mi nombre es más dulce que la miel, y mi herencia mejor que los panales. El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed» (Eclo. 24, 18-21)

Este trecho del Eclesiástico nos fue propuesto por la Iglesia para ser leído el mes pasado en la Misa de la memoria litúrgica del Dulce Nombre de María. Por cierto, son versículos que se aplican maravillosamente para el nombre y la persona de la Virgen inmaculada, cuyo nombre, María, «es más dulce que la miel».

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Pero se acomodan también, ¡y cuánto!, al Santísimo Sacramento del altar.

«Venid a mí». Ese es el convite permanente que hace Jesús sacramentado desde los sagrarios y los altares. Él se quedó para acogernos y para darse a nosotros, a tal punto que no quiere otra cosa, sino que acudamos a Él y que le recibamos, espiritual y sacramentalmente. «Venid a Mí».

«Los que me amáis». ¿Qué quiere una persona amada sino reunirse con su amado? Nuestro Señor convoca a todos a su mesa… pero especialmente a los que lo aman. Es natural, porque es la manera como la convicción y el sentimiento (ambas cosas suponen el amor) se satisfacen. Sin embargo, ¡Cuanta frialdad y soledad en torno de la Eucaristía! Es porque no se la ama como se debería; peor, se la ignora… cuando no se lo profana.

«Saciaos de mis frutos». Jesús nos convoca para nuestro beneficio. Estrictamente, Él no precisa de nadie ni de nada, ya que en su deidad es más que suficiente. Pero nosotros sí precisamos de Él ¿Y cuáles son sus frutos? Son, sencillamente, todo lo bueno y lo mejor, una vez que Él es el creador, dueño y dispensador de todo lo que existe. Tantas veces los frutos no se procuran ni se aprecian porque las almas se retraen mezquinamente y, al no saciarse, ¡se mortifican! Se privan de gracias y beneficios incontables. Está el Santísimo a dos pasos de sus caminos, y prefieren lo efímero del mundo en lugar de acercarse a Él. Eligen sendas locas y dejan de lado «el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14, 6)

«Mi nombre es más dulce que la miel y mi herencia mejor que los panales». Nombre y herencia se identifican con el mismo Dios que es pródigo en deleites. Las decepciones y las agruras de la vida encuentran solaz con las bendiciones que parten del Corazón Eucarístico de Jesús. Sin embargo, el ruido cacofónico del mundo con frecuencia atrae más que el provecho inefable de Su suave compañía.

«El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed». El Cuerpo y la Sangre de Cristo satisfacen plenamente las apetencias del alma. Esta es una verdad esencial que está declarada por Jesús en su discurso en la sinagoga de Cafarnaúm que el discípulo amado narra en el capítulo VI, verso 35, de su Evangelio: Escribe San Juan «El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed».

Pero si bien la Eucaristía alivia el hambre y la sed de quién se aproxima de ella, ¡cuanto más se la desea y se la recibe, más el hambre y la sed aumentan! Pero… ¿Cómo puede ser esto? ¡Con el alimento natural no sucede así!

Dice Balduino de Cantorbery en su Tratado sobre el sacramento del altar (Parte 2,3: SC 93, 252-254): «El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed». En la actualidad, Cristo, sabiduría del Padre, no es manducado hasta la saciedad del deseo, sino hasta el deseo de la saciedad; y cuanto más se saborea su suavidad, tanto más se agudiza el deseo. Por esta razón, los que me comen tendrán más hambre, hasta que llegue la hartura. Pero cuando sacie de bienes sus anhelos, entonces ya no pasarán hambre ni sed. «El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed» puede también entenderse de la vida futura, pues existe en aquella eterna saciedad una especie de avidez, producto no de la indigencia sino de la felicidad, de modo que desean siempre comer quienes nunca quieren comer ni nunca sienten náuseas en la hartura (…)»

Tan vehemente es el anhelo de bienaventuranza que cada uno lleva dentro de sí, y tan infinita es la dulzura de la «miel» divina que nos dispensa el Pan de los Ángeles, que el adorarlo y recibirlo nos llena de gozo y, al mismo tiempo, hace que queramos más, y más y más.

Es que la Eucaristía es ya el cielo en la tierra… pero solo para aquellos que la aprecian y que cultivan las virtudes de fe, la esperanza y la caridad. A los que no la valoran ni viven sus compromisos bautismales, el Profeta Oseas les dice: «Comerán el pan del duelo, manjar impuro. Su pan les quitará el hambre, pero no entrarán en la casa del Señor». (Os. 9, 4)

Un buen examen de conciencia sobre cómo se está en relación al misterio eucarístico bien podría ser, por ejemplo, leer los textos del Ritual del Sacramento Bautismo, para darse cuenta hasta qué punto nuestra condición de Hijos de Dios nos compromete en la exigencia de mantener la vida divina recibida, mediante el alimento que la conserva, la aumenta y la renueva que es la Eucaristía.

Algún filósofo ha dicho con razón que «somos lo que comemos», cosa que aplican con eximio cuidado los nutricionistas y personas empeñadas en la salud del cuerpo. ¡Cuánto vale esa frase también para la vida del alma!

Porque si recibimos la Eucaristía (y también aquí vale decir: si la adoramos); si procuramos tener con ella un comercio regular y creciente, nos transformaremos en aquello a que apunta nuestra vocación cristiana: a configurarse con Cristo. Cada uno será, ni más ni menos, otro «Cristo». ¿Hay algo que pueda superar esta maravilla?

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

(Publicado originalmente en www.opera_eucharistica.org)

 

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